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Icon15 La enfermedad romántica

Para centrar el tema, echaré mano de Goethe. En conversación con el leal Eckermann del día 2 de abril de 1829, le confió a éste: «A lo clásico voy a llamarlo lo sano y a lo romántico lo enfermo. La mayor parte de las nuevas creaciones no son románticas por nuevas, sino por débiles, endebles y enfermas, mientras que lo antiguo no es clásico por antiguo, sino por fuerte, fresco y sano». Y eso lo dice quien, en su juventud, publicó la novela Werther y con su inmenso éxito dio alas al movimiento romántico en Alemania. Pero el Goethe maduro repudió el romanticismo porque advirtió que llevaba a la cultura moderna en una dirección literalmente insana. En términos goethianos, la cultura occidental hasta el siglo XVIII es clásica porque ayuda a vivir de forma saludable como individuo y como ciudadano. Pero todo cambia en el nacimiento de la subjetividad moderna, que muestra una inclinación irresistible por los aspectos mórbidos de la existencia humana, una delectación enfermiza por la decadencia, la corrupción, la abyección, la degradación física y moral. Si la cultura clásica invita al hombre a ser virtuoso, la romántica le incita a que sea auténtico y sincero, sin escamotear los ingredientes más sórdidos y aun repulsivos de su personalidad. Al contrario, la desvergonzada manifestación pública de las patologías físicas y morales es prueba de que el imperativo de autenticidad se ha aplicado hasta el extremo, contra todo obstáculo, lo que sólo merece el aplauso general. Dado que la virtud había sido un tema reiterado en ese clasicismo antiguo, el romanticismo, que anhela nuevas experiencias por encima de todo, experiencias distintas, raras, singulares, las encuentra en los dominios poco explorados de la vulgaridad, la fealdad y la perversión. Surge así una cultura que, en nombre de la sinceridad, presume de exhibir una y otra vez la enfermedad de la condición humana.El primer romántico, que constituye además su cima absoluta aun habiendo aparecido antes de tiempo, es Shakespeare, que por eso ha sido instituido santo patrón de la modernidad. Que quede claro: nadie le regatea maestría en el uso retórico de la palabra, invención dramática y creación de personajes inolvidables. Pero el universo que sostiene sus tragedias está podrido y es sólo cuestión de tiempo que se desmorone y caiga en el negro abismo. No se vislumbra en él ese resto de nobleza, dignidad y ejemplaridad que, en medio del dolor, mantienen en pie a muchos héroes de la tragedia griega. Aquí, por el contrario, triunfan la podredumbre, la degeneración y el envilecimiento, envueltos, eso sí, en una poesía sublime que aparentemente los redime pero que en realidad confirma la desolación final. Si Shakespeare eleva a sus protagonistas a la altura del trono es sólo para que luego la caída sea más impresionante. Sus mejores creaciones son pinturas de la avaricia, los celos, la ambición, el crimen, el rencor, el odio, sin ofrecer ninguna alternativa a la ola de devastación imparable, aunque, en el atardecer de su vida, con El cuento de invierno, Cimbelino y La tempestad, deja abierta sus obras a un desenlace ambiguo y potencialmente más alentador. De esta fuente de agua no potable beberá la literatura decadente, maldita y nihilista de los siglos XIX y XX. Y, en parte, me alegro, bienvenida sea esa literatura que ha producido obras maestras que venero y que forman parte de mi educación sentimental. Pero al mismo tiempo estoy convencido de que está por hacer una cultura de la subjetividad alentada por el amor a lo sano y no a lo enfermo. Será difícil porque el desbordante talento de los dos últimos siglos ha hecho que el apetito de salud parezca inverosímil, casi increíble. Pero quizá acabe imponiéndose, porque ya se ha contado un millón de veces la historia de la fatalidad romántica, y lo nuevo, lo distinto, lo diferente, lo singular, sería, ahora, un cierto retorno a la saludable ingenuidad clásica.

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