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Predeterminado La caída de Singapur: cuando el Imperio japonés puso en jaque al ejército británico

El ejército del Sol Naciente, comandado por el general Tomoyuki Yasmashita, consiguió la rendición del ejército de la Commonwealth en febrero de 1942. Una derrota para el bando aliado que, pese a las pérdidas humanas, no fue definitivo para el devenir de la guerra

No solo la Armada Imperial japonesa celebró el ataque a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Por motivos muy distintos, Winston Churchill durmió aquella noche «el sueño de los salvados», y, nada más conocer la noticia, resolvió viajar a Washington para examinar con Roosevelt el plan de guerra a la luz de los últimos acontecimientos. Su estancia en la Casa Blanca se prolongó tres semanas: comió pavo con sus anfitriones en Navidad, se sublevó ante los consejos de Roosevelt acerca del porvenir de la India, se dirigió al Congreso, sufrió un inquietante dolor en el pecho y siguió el arrollador avance de las tropas japonesas por las colonias del Imperio británico.

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Encuentro del general Yamashita y el general Percival, obra de 1942 del pintor Saburo Miyamoto que se conserva en el Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio. Foto: ASC.

Porque la ofensiva nipona, perfectamente orquestada, no se limitó a aguijonear a su socio en Pearl Harbor. El 8 de diciembre, el inicio de la campaña de Malasia desarboló las defensas de la Commonwealth, con el 25.º Ejército del «tigre» Tomoyuki Yamashita a la cabeza. Tal vez Churchill pudiera conciliar el sueño con la entrada de Estados Unidos en la contienda, pero los japoneses no tardaron en quitárselo durante unas semanas de pesadilla.

El día de Navidad de 1941, mientras el primer ministro daba los últimos retoques a su discurso en el Capitolio, el gobernador de Hong Kong se rendía al enemigo, y, en la primera quincena de enero, caían Kuala Lumpur —sin resistencia: los soldados habían emprendido la retirada al sur de la península— y Johor, el estado más meridional de Malasia.

Para hacernos una idea, Kuala Lumpur y Singapur distan solo 320 kilómetros, y el estrecho de Johor, que separa la península malaya de la isla de Singapur, resultaba una defensa demasiado precaria para rechazar indefinidamente a un ejército con hambre de victoria. Pero, ¿qué podían hacer las fuerzas de la Commonwealth sino atrincherarse en Singapur y plantear una defensa a la desesperada de la guarnición? A esas alturas, poco o posiblemente nada.

Desde el comienzo de la campaña, el teniente general Arthur Ernest Percival se había limitado a encajar los golpes como un fajador desorientado, en tanto que el general Yamashita llevaba la iniciativa. Pese a las tensiones en la zona por el expansionismo nipón, las defensas seguían siendo muy endebles, en parte por desidia y en parte por exceso de confianza. El Comando británico del Lejano Oriente —al mando, primero, del mariscal jefe del aire Robert Brooke-Popham y, a partir del 23 de diciembre del 41, del teniente general Henry Royds Pownall— subestimó las capacidades del enemigo y no asimiló la magnitud de la invasión hasta que fue demasiado tarde.

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El general Percival en diciembre de 1941. Foto: ASC.

Operación Matador

Que la península malaya se hallaba expuesta a los zarpazos del enemigo no era un secreto para nadie. De ahí que Brooke-Popham abanderara un plan, la Operación Matador, para contrarrestar el previsible desembarco de la Armada Imperial en la costa este de Tailandia. Pero su puesta en práctica hubiera requerido violar la neutralidad de ese reino, que, por cierto, no dudaría en aliarse con Japón para sacar tajada en la Indochina francesa. Londres vaciló y, cuando se quiso dar cuenta, los súbditos de Hirohito ya habían instalado sus primeras bases en el sur de Tailandia, un signo inequívoco de sus intenciones en ese frente, que les proveería de un material necesario para la industria bélica, el caucho de Malasia.

La rapidez con que los japoneses ejecutaron la ocupación, apenas setenta días, sigue sorprendiendo a propios y extraños. Para entenderla, conviene acudir a los diarios de Yamashita, quien confesó que su éxito se había basado en un engaño, «un engaño que funcionó»: «Tenía treinta mil hombres, y era superado en una proporción de más de tres a uno. Sabía que si tenía que pelear por Singapur durante un largo periodo de tiempo, podía ser derrotado. Por eso, la rendición debía ser rápida. Todo el tiempo me sentí muy asustado por si los británicos descubrían nuestra debilidad numérica y la falta de suministros, y me forzaban a entrar en una desastrosa pelea callejera». Hay otra teoría, bastante maquiavélica, según la cual Churchill pudo haber sacrificado Malasia y Singapur para forzar a su aliado transatlántico a socorrerle en el Pacífico e implicarlo hasta el fondo en el escenario europeo.

Sea como fuere, sobre el tablero de Singapur la Commonwealth dispuso unos 85.000 efectivos (no todos combatientes) por los 30.000 de Japón. Y, no obstante, el 15 de febrero de 1942 Percival entregó la isla al enemigo para desespero de un Churchill que confiaba en la resistencia hasta la última gota de sangre, «por el honor del Imperio británico y del Ejército y la reputación de nuestro país y nuestra raza». ¿Cómo se produjo la derrota?

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Niños evacuados de Singapur antes de la llegada de las tropas japonesas. Foto: ASC.

Tambores de guerra

Los presagios no eran buenos. Desde el hundimiento del acorazado Prince of Wales y el crucero de batalla Repulse el 10 de diciembre de 1941, en el mar de la China Meridional, las fuerzas de la Commonwealth asistieron a una serie de catastróficas desdichas. Desbordados en Penang y Jitra, alcanzaron a retrasar el avance del enemigo en Kampar, antes de que la maltrecha 11.ª División India de Infantería sucumbiera en Slim River el 7 de enero.

Esa derrota aceleró la retirada de las tropas al sur, coordinada por el general Archibald Wavell al frente del ABDACOM (Comando Americano-Británico-Holandés-Australiano), cuyo objetivo final no era otro que salvaguardar la barrera de las Indias Occidentales. El recorrido de esta unidad sería bastante pobre, con un bagaje de dolorosas retiradas e insignificantes victorias hasta su disolución una semana después de la caída de Singapur.

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Tropas australianas desembarcan en Singapur el 15 de agosto de 1941. Foto: ASC.

Tras cruzar el estrecho de Johor, Wavell, muy crítico con la planificación que se había llevado hasta la fecha, se aprestó a robustecer las defensas. El brigadier Ivan Simson se había cansado de recomendar a su superior Percival que se tomara en serio la invasión, pero este argüía que la moral de las tropas y de la población civil se vería afectada si cundía el pánico a causa del trasiego. Según Simson, el fracaso se debió, más que a la falta de experiencia de las tropas, a un liderazgo poco imaginativo.

Ciertamente, había hombres a mansalva, cuarenta y nueve batallones de infantería (entre ellos, veintiún indios, trece británicos —si bien solo la 18.ª División estaba completa— y seis australianos) y tres de ametralladoras, pero pecaban de falta de entrenamiento, con reclutas recién llegados y equipos muy mermados. La realidad se parecía poco a la propaganda de Pathé que los familiares de esos soldados veían en los cines de Inglaterra. Había mucho que hacer, y poco tiempo.

Lo primero, claro, fue volar la carretera entre Johor y Singapur. El 31 de enero, las cargas destruyeron el puente levadizo de la esclusa y abrieron una brecha en la calzada, pero ni siquiera esa solución, ejecutada con cierto apresuramiento, detuvo a los invasores, ya que, de hecho, los japoneses levantaron un puente de vigas para salvar la brecha y hasta cruzaron la carretera con la marea baja.

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Panorámica de la ciudad de Singapur. Las columnas de humo de los depósitos de combustible de la gran base naval británica bombardeada por los japoneses oscurecen el horizonte. Foto: ASC.

La 8.ª División de infantería australiana asumió la defensa de una vasta extensión al oeste de la isla. Frente al estrecho de Johor, se apostaron la 22.ª y la 27.ª australianas, la 28.ª india y la 53.ª, la 54.ª y la 55.ª británicas, hacia el este. Al norte, se emplazó el 3.er Cuerpo del Ejército de la India, con los supervivientes de la 11.ª División de Slim River, y, al sur, el general de división Frank K. Simmons, partidario del laissez passer de Percival, asimiló, al fin, que no hay mayor amenaza para la moral de la tropa que la perspectiva de una derrota.

¡Sálvese quien pueda!

La batalla se desarrolló entre los días 8 y 15 de febrero, si bien en las jornadas previas los japoneses bombardearon las posiciones enemigas para obstaculizar sus comunicaciones. Los atacantes jugaban con las cartas marcadas, y es que, pese a su inferioridad numérica, recibieron el apoyo del sultán Ibrahim de Johor, quien les «cedió» su palacio para que vigilaran desde él los movimientos de Wavell y los suyos.

Los japoneses sorprendieron a los aliados por el noroeste, tras un intenso bombardeo por esa zona del estrecho. El periodista australiano Ian Fitchett irrumpió en la sala de prensa del edificio Cathay, sede de la British Malaya Broadcasting Corporation, con la mala nueva. Más de veinte mil hombres habían logrado desembarcar la primera noche y se ensañaban ya con las tropas australianas allí desplegadas. Wavell reprocharía a estas su indisciplina y algunos casos de deserción, pero la verdad es que nunca tuvieron la menor oportunidad de repeler el ataque. Lo lógico hubiera sido que su flanco lo ocupara la 18.ª División de Infantería británica, la más ducha y completa, pero los mandos volvieron a errar en sus cálculos, y, en cualquier caso, el miedo y las deserciones no fueron imputables a una sola bandera.

Los combates aéreos fueron también muy intensos. Implacables, los nipones rompieron la defensa de los australianos —apoyados por voluntarios chinos de la guerrilla Dalforce— en el río Kranji, sortearon a la 18.ª División y avanzaron hacia el sur con sus blindados, unos vehículos que las fuerzas de la Commonwealth habían desestimado por la difícil orografía. Desde Londres, la situación se veía con otros ojos. Convencido de la superioridad de sus fuerzas, Churchill cableó a Wavell para que sus hombres resistieran a toda costa «hasta el amargo final».

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Sir Archibald Wavell en 1943, tras ser nombrado virrey de la India. Foto: ASC.

La llamada Gibraltar de Oriente se dirigía inexorablemente al precipicio, sin que ninguno de los contraataques virara el curso de la batalla. Como sabemos, el general Yamashita tampoco las tenía todas consigo y, ante la falta de suministros, el día 11 exhortó a Percival a renunciar a su «resistencia desesperada y sin sentido». Tres días después, sus hombres asaltaron el hospital Alexandra, al sur de la isla, y mataron a decenas de soldados, médicos y personal administrativo.

Tras descartar una contraofensiva final, Percival y sus oficiales se dirigieron el día 15 al cuartel general de Yamashita, en la fábrica de Ford situada en la colina de Bukit Timah, y sellaron su rendición incondicional. La foto de la capitulación, que inspiró un óleo al artista Miyamoto Saburo, muestra a los japoneses de cara y a los británicos de espaldas.

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El teniente general Percival acompañado por oficiales de su Estado Mayor acude a negociar con los japoneses la rendición de las fuerzas de la Commonwealth en Singapur. Foto: ASC.

En el Fuerte Siloso, en la isla de Sentosa, uno de los destinos turísticos más visitados de Singapur, la escena cobra vida con unas figuras de cera en las llamadas Estancias de la rendición, junto a las que figuran las palabras del periodista australiano Ian Morrison, corresponsal entonces del Times en Singapur: «Decenas de miles de hombres, de muchas razas, lucharon, sangraron y murieron».

El lunes 16 de febrero, todos los periódicos abrieron con la noticia del desastre. «Premier announces fall of Singapore», titulaba el Daily Telegraph. «Singapore surrenders unconditionally», leemos en el New York Times. Pero Churchill no era un hombre que se regodeara en el dolor. Como tantas veces antes y después, apeló a la dignidad y el orgullo de su pueblo, y señaló que aquel era el momento de «mostrar calma y aplomo, combinados con una determinación sombría que no hace mucho tiempo nos sacó de las mismas fauces de la muerte». En el horizonte, quedaban todavía muchas derrotas, como la caída de Rangún en el mes de marzo, pero, por encima de todo, quedaba la victoria final.

muyinteresante.es / Publicado por Alberto de Frutos. Periodista y escritor. Verificado por Juan Castroviejo. Doctor en Humanidades
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