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Thumbs up Un experto analiza en ABC el gran misterio de las legiones romanas: ¿quién fue su sol

Ocurrió en el siglo IV a.C., a orillas del río Anio. En las cercanías de un puente ubicado peligrosamente cerca de Roma —a menos de tres millas, según el historiador clásico Tito Livio— un ejército galo tuvo la osadía de levantar su campamento. La respuesta de la urbs llegó rauda: el dictador Tito Quincio Penno reclutó un gran contingente y marchó a su encuentro. El resultado fueron una serie de batallas en las que ninguno de los bandos pudo hacerse con la victoria. En mitad de un ambiente enrarecido por la desesperación y la rabia, uno de aquellos bárbaros dio un paso al frente y aulló, desafiante: «¡Que el hombre más valiente que tenga Roma venga a luchar conmigo y ambos decidiremos qué pueblo es superior en la guerra!». El silencio conquistó la batalla. Según Tito Livio, ninguno de los miembros de las legiones romanas alzó la palabra. Quizá, por miedo al galo y a su «extraordinaria estatura». La tensa tranquilidad la rompió un soldado llamado Tito Manlio, quien, tras solicitar permiso a su superior, se ciñó la armadura, asió una espada y se dispuso a matar, o morir, por su patria. No debía tener una gran envergadura, pues el enemigo le recibió con muecas y burlas. «Uno era una criatura de enorme tamaño, resplandeciente con una capa de muchos colores y con una armadura pintada y dorada; el otro era un hombre de estatura media, y sus armas, más útiles que ornamentadas, le daban una apariencia bastante ordinaria», explica el autor. El combate no se extendió más de un suspiro. Sin esfuerzo, el bárbaro enarboló un golpe que debió hacer silbar el viento. Pero nuestro enjuto militar lo esquivó, apartó el escudo de su enemigo con un golpe seco y «le dio dos rápidas estocadas en el vientre y en la ingle». El corpachón del galo se estremeció y cayó sobre el terreno. Al tiempo, sus compañeros estallaron en vítores. Manlio fue recompensado con una corona aurea, los torqués (collares) de su enemigo y, a la postre, el saber que su victoria logró que los invasores se retiraran. Como él, tantos soldados de las legiones romanas quedaron grabados en las páginas de la historia gracias a su valor y a sus galardones. Los nombres de los grandes soldados de Roma son incontables. Y Federico Romero Díaz —historiador, presidente de Divulgadores de la Historia, cofundador del Día de la Romanidad, coautor de la obra coral «Ab urbe condita. La Roma de la gens Valeria» y coordinador de la página web Historia y Roma antigua— conoce un sinfín de ellos. Según desvela a ABC, algunos son tan destacables como Lucio Sicio Dentato o Capitolino. Sus hazañas, de hecho, les valieron obtener decenas de reconocimientos militares antes de caer en desgracia. Muchos más que otros personajes conocidos hoy a través de la red como Spurius Ligustinus; un combatiente versado al que Tito Livio dedicó varios párrafos de su «Historia de Roma desde su fundación» por haber obtenido seis coronas cívicas, pero, ni mucho menos, el más laureado de las legiones romanas. La pregunta es obligada: ¿quién fue el soldado más laureado de la historia de las legiones romanas? Y la respuesta, aunque escueza, es que desvelar este misterio es una tarea tan ardua como mover hasta la cima la roca de Sísifo. Pero Romero Díaz si tiene cristalino que, en la actualidad, más de un milenio y medio después de que cayera el Imperio romano de Occidente, solo existen dos formas de conocer y clasificar las gestas de estos militares: a través de los textos clásicos (a veces exagerados por los autores) y mediante las condecoraciones que obtuvieron a lo largo de su vida. Muchas, presentes todavía en las tumbas y estatuas levantadas para rendirles homenaje. Coronas como recompensas Según Romero Díaz, quien ha impartido una conferencia junto al doctor en Historia y miembro de la Real Academia Madrileña de Heráldica y Genealogía David Ramírez Jiménez sobre los galardones que podían recibir los militares en la Antigua Roma, existían dos tipos de premios castrenses. «Las primeras eran materiales y se traducían en ascensos, recompensas económicas o determinadas exenciones de tributos. Otras eran honoríficas e implicaban privilegios sociales, títulos de victoria, reconocimiento social…», afirma a este diario. El segundo grupo, las donna militiae, son las más populares gracias a su recurrente aparición en los textos clásicos y, por tanto, nos permiten recomponer —aunque sea de forma parcial— la hoja de servicios de algunos de los legionarios romanos más destacados de la historia. Las coronas eran una de las condecoraciones que mejor conocemos. La corona de mayor importancia era la graminea u obsidional. «Se le otorgaba a un oficial que hubiera librado de un asedio, o de un gran peligro, a un ejército completo. En los tiempos más antiguos de la República se entregaba a iniciativa de las tropas. Se realizaba con flores, hierba o trigo recogido del mismo campo de batalla. Apenas se conocen nueve casos», sentencia el experto. Entre ellos destacan Publio Decio Mus —cuyo valor en la primera guerra samnita fue recompensado además con un centenar de bueyes y un magnífico toro de cuernos dorados— y Sila. Así lo atestiguó el escritor clásico Plinio: «El dictador Sila también ha contado en sus memorias que, cuando era legado durante la Guerra Mársica, fue recompensado con esta corona por el ejército, en Nola; un evento que hizo que se conmemorara en una pintura en su villa tusculana, que, curiosamente, después pasó a ser propiedad de Cicerón». A continuación estaba la corona cívica. «Fabricada con ramas de roble, se le daba al legionario que salvara la vida de un compañero en combate. Era muy difícil de conseguir porque era necesario que el rescatado lo reconociera. Y eso le implicaba una serie de obligaciones legales porque el salvador se convertía en una suerte de tutor legal suyo; un “pater familias”», desvela. A pesar de que era más que arduo hacerse con una, Lucio Sicio Dentato (al que se le atribuyen más de un centenar de combates y trescientas bajas en el siglo V a.C.) obtuvo un total de 14. «Plinio corrobora que sufrió 45 cicatrices, y todas ellas en el frontal de su cuerpo. Eso era importante, porque tenerlas en la espalda implicaba que se había dado la vuelta para huir», completa Romero Díaz. Capitolino no se quedó atrás y le seguía con 6. En el mar se podía obtener también la corona naval o rostrata. «Se le entregaba al primer combatiente que saltaba a un barco enemigo y sobrevivía. Se conocen pocos casos. Uno de los más famosos es el de Agripa, mano derecha de Augusto. Pero también Marco Terencio Varrón, un legado de Pompeyo que se destacó en las campañas contra la piratería. Era muy curiosa, tenía forma de pequeñas proas de buques», completa. El primero, que es famoso, entre otras muchas cosas, por su victoria naval en Actium en el 31 a.C contra Marco Antonio y Cleopatra, logró la codiciada corona naval unos años antes por su victoria contra la flota de piratas de Sexto Pompeyo en Nauloco, Sicilia en el 36 a.C. Otro de los premios más curiosos era la corona mural. «Era valedor de ella el soldado que escalara en primer lugar las murallas enemigas y sobreviviera al combate», explica el historiador. Como ejemplo, Romero Díaz recuerda un caso en el que casi se llegó a las manos tras la toma de Cartagena, en el año 209 a.C. Una vez conseguida la victoria, se presentaron dos candidatos para obtener este galardón: Quinto Trebelio, centurión de la cuarta legión, y Sexto Digicio, de la marina. La tensión por saber quién sería el vencedor fue en aumento y Escipión, al mando, organizó un tribunal para solventar la situación. Pero no sirvió de nada. Al ver que no había solución, y según Tito Livio, se planteó la siguiente solución: «Escipión manifestó que estaba convencido de que […] habían escalado la muralla al mismo tiempo» «La corona naval se le entregaba al primer combatiente que saltaba a un barco enemigo y sobrevivía» Estos son solo algunos ejemplos de las coronas que se podían obtener en el seno de las legiones romanas. Pero existían otras muchas como la aurea, que se concedía al legionario que acabara con un enemigo en combate singular y sin retroceder. Tito Manlio, el vencedor del puente sobre el Anio, obtuvo una de ellas. Sin embargo, según afirma a ABC el coautor de «Ab urbe condita. La Roma de la gens Valeria», los requisitos para hacerse con ella eran tan complejos que algunos soldados no la obtuvieron a pesar de su valor. El caso más famoso e injusto fue el de Marco Sergio Catilina. Plinio, que recuerda las gestas que acometió en sus obras, no puede evitar sorprenderse porque no recibiera premio alguno: «En su segunda campaña militar perdió la mano derecha; fue herido veintitrés veces […], fue capturado dos veces por Anibal […], luchó cuatro veces solo con la mano izquierda […] se fabricó una mano derecha de hierro y […] con ella atada liberó Cremona de su asedio […] y tomó doce campamentos enemigos en la Galia. […] ¿Qué coronas cívicas dieron Trebia, Ticino o Trasimeno?, ¿que corona se mereció en Cannas, donde el mayor acto de valor fue haber escapado de allí? Los demás fueron vencedores de hombres, Sergio venció incluso a la fortuna». Otros premios, otros héroes Pero las coronas no eran los únicos premios. Entre las condecoraciones más destacadas se hallaban también las torqués. «Eran collares hechos en materiales nobles, bronce o hierro que se llevaban al cuello y que, en origen, los legionarios arrebataban a los celtas vencidos en combate», explica Romero Díaz. Una vez más, Tito Manlio es el ejemplo de su existencia, pues le quitó una al galo que acababa de vencer llena todavía de sangre, ganándose el apodo de Torcuato. Que existen una infinidad de desconocidos héroes dentro de las legiones romanas lo demuestra el que, en palabras de este experto español, «Dionisio de Halicarnaso nos contara que Sicio Dentato llegó a los ochenta y tres torqués arrebatados a sus adversarios». Phalerae, medallas romanasTambién era popular la armilla, «igual que los torqués, pero en pulsera, y curiosamente considerada poco masculina durante los primeros tiempos de la República». Su objetivo: declarar que un guerrero había demostrado su valor. Para terminar este primer gran grupo estaban las phalerae. «Eran discos metálicos hechos de materiales nobles. Se colocaban sobre el pecho con correas de cuero. Lo llevaban mucho los centuriones porque era uno de los puestos más expuestos en combate», completa. Menos populares entonces, aunque igual de válidas, eran las patella o phiale, el vexillum y el hasta pura. La primera era una «copa o plato llano hecha en un metal noble que se entregaba por librar un combate singular y vencer estando en peligro». El segundo consistía en un «estandarte de plata pequeño», era cualquier soldado de caballería que matara a un enemigo en una lucha también singular». La última era «una lanza de madera sin la punta de hierro que se le concedía a cualquier oficial que se retirase del servicio o al primer centurión de una legión que salvase a un compañero herido o a un ciudadano». Datos finales En todo caso, lo que está claro para Romero Díaz es que Ligustinus no es, ni mucho menos, el legionario más laureado de Roma. «A pesar de lo que podemos leer en las redes, es muy posible que el soldado más premiado de la historia romana fuera Lucio Sicio Dentato, seguido muy de cerca por Capitolino», señala. Las condecoraciones ganadas por Dentato, que recibió ese apodo debido a su ferocidad (decían que había nacido con dientes), fueron recogidas por Plinio: «Ganó veintiséis coronas, entre ellas catorce cívicas, ocho de oro, tres murales y una obsidional, 160 brazaletes de oro, 18 lanzas puras y 25 guirnaldas». El historiador también le dedicó unas frases a Capitolino: «Fue el primer caballero en recibir una corona mural, seis cívicas, treinta y siete ofrendas, tenía veintitrés cicatrices, todas delante, y había salvado a Publio Servilio, maestre de caballería, estando él mismo herido en un hombro y en un muslo. Por encima de todo, el solo había salvado de los galos el Capitolio y de paso el Estado». Ligustinus, por su parte, obtuvo 6 coronas cívicas y otros tantos reconocimientos menores.

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