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Thumbs up El olvidado bombardeo al Congreso de los Diputados: el oscuro episodio que hundió la

Las imágenes del Capitolio de EE.UU. asaltado por seguidores de Trump y chamanes de largos cuernos no resultan tan ajenas para los españoles. Uno de los episodios más icónicos de la Transición es el de la entrada del teniente coronel Antonio Tejero, al frente de un grupo de agentes de la Guardia Civil, en el Palacio de las Cortes durante la votación para investir como presidente a Leopoldo Calvo-Sotelo. El golpe de Estado se quedó en un conato, pero la estampa de Tejero, pistola en mano, entrando en el Congreso forma parte de la historia más grave de España. Un siglo antes, el 4 de enero de 1874, se había producido una escena similar en los últimos días de la breve pero intensa vida de la Primera República. En la madrugada de ese día, el general Pavía y un grupo de soldados armados disolvieron las Cortes, no montados a caballo como asegura la tradición oral, pero sí lanzando algún que otro disparo suelto para acelerar el paso de unos diputados que habían jurado morir en sus puestos y que, frente a las detonaciones de pólvora, prefirieron recoger rápido sus prendas de abrigo en el guardarropa y ganar, cabizbajos y silenciosos, la calle de Floridablanca. Tanto la entrada de Tejero como la de Pavía en el Congreso de los Diputados son archiconocidas, no tanto la otra ocasión en la que los militares apuntaron, y dispararon, directamente a la cámara de representación legislativa. Fuego contra los leones La llamada Revolución española de 1854 empezó con un pronunciamiento por parte de O’Donnell y otros militares moderados conocido como la Vicalvarada. Hartos de las corruptelas de la madre de la Reina Isabel II y del desmedido poder de Ramón María Narváez, que volvía a la presidencia cuándo y cómo quería, ciertos militares prendieron la mecha de una revolución que, más allá de sus planes, se extendió al hambriento pueblo español. Al pronunciamiento le siguieron semanas de barricadas, cárceles asaltadas, residencias de nobles incendiadas y la familia real asediada en su palacio. Lo más parecido en España a la Revolución Francesa de 1789 ocurrió esos días. Episodio de la revolución de 1854 en la Puerta del Sol, por Eugenio Lucas Velázquez..Con el agua a la altura del pecho, la Reina se decidió por llamar en su auxilio a Baldomero Espartero, cuya popularidad en el Ejército y entre el pueblo lo convertían en el único capaz de parar el golpe. Retirado de la política en Logroño, este símbolo liberal andante y sonante que ya había cumplido los sesenta años tardó una semana en responder a la petición de la Reina, y ni siquiera entonces aclarÓ si pensaba aceptar el cargo. No obstante, bastó el rumor de que Espartero venía hacia la capital para despejar la nube de polvo provocada por las obras de las barricadas y las llamas de algunos edificios. Cuando la gente empezó a colocar retratos de la Reina junto a los de Espartero y a bailar y cantar sobre las barricadas, hubo que dar por amortizada la revolución. Había faltado el canto de un duro para que Isabel perdiera su corona, pero ni la república ni la sustitución de los Borbones por otra dinastía eran opciones con suficientes apoyos en ese momento. Se aceptó, como término medio, que Espartero accediera a la presidencia para contentar al pueblo, y O’Donnell al Ministerio de Guerra para sujetar la correa del Ejército. Casi todos calcularon que, se pusieran las tiritas que placiera, la Reina no dudaría ni tres meses en el trono, pero estuvo más de diez años. Isabel II, vigilada de cerca por los progresistas, no solo mantuvo la corona contra todo pronóstico, sino que sobrevivió incluso a Espartero. Tanto O’Donnell como la Reina permanecieron un tiempo agazapados permitiendo que fuera el espadón liberal quien dilapidara su prestigio y parara las balas. Como bien expresó Karl Marx sobre la nueva venida del caudillo, «el Espartero que realizó su entrada triunfal en Madrid no era ya un hombre real, sino un fantasma, un nombre, una reminiscencia». Y como tal actuó. «El Espartero que realizó su entrada triunfal en Madrid no era ya un hombre real, sino un fantasma, un nombre, una reminiscencia» Durante dos años Espartero osciló entre aplicar medidas represivas para salvar la Monarquía y guiños a los demócratas que querían acabar con la institución real. Entre su querencia por el orden y sus ideas progresistas. Entre contentar al pueblo o a los mercados internacionales. Entre su cariño por la Reina y su convencimiento de que Isabel estaba incapacitada para gobernar. Entre jubilarse o pelear... Al fin, Espartero se traicionó a sí mismo y a su partido, o al menos así lo consideraron los progresistas. Paró más golpes de los debidos en nombre de la Corona y, luego, se marchó como si nunca hubiera estado allí con el prestigio repleto de hematomas. Como defiende Isabel Burdiel en su libro «Isabel II: una biografía» (Taurus), «Espartero hubiese sido, quizás, un buen monarca constitucional dejando hacer a la voluntad general y a las instituciones representadas. Sin embargo, era un malísimo líder de un partido que había de luchar, fuera de las Cortes y en ellas, contra la reacción conservadora amparada en el trono». Segundas partes nunca fueron buenas Cuando en julio de 1856 los progresistas intentaron de nuevo resucitar la revolución de dos años antes, Espartero desfiló por las barricadas, dio palmadas de ánimo a sus compañeros y entonces desapareció. Durante días permaneció escondido en la casa de un amigo militar antes de retirarse definitivamente a Logroño. Así se ahorró tomar parte en la represión gubernamental que provocó un millar de muertos solo en Madrid y que terminó con el Congreso de los Diputados bombardeado y la cabeza de un león hecha añicos. Retrato de Leopoldo O'Donnell Desafiando la ley marcial decretada por O’Donnell, un grupo de alrededor de noventa diputados progresistas y algunos demócratas habían presentado y aprobado una moción de desconfianza hacia el nuevo gobierno, que éste se negó a reconocer como válido, y había decidido en la noche del día 14 de julio mantenerse encerrados en las Cortes. El número de diputados fue disminuyendo conforme aumentaba la violencia en las calles y los militares afines a la Reina tomaban posiciones. Francisco Serrano, en calidad de capitán general de Madrid, ordenó disparar al día siguiente metralla, bombas y granadas en dirección a los insurrectos, lo que incluía el Congreso de los Diputados, cuyos miembros progresistas no se habían decidido, a pesar de todo, a apoyar la revolución abiertamente. Una de las granadas reventó el techo del edificio y uno de los leones de las escalinatas perdió la cabeza. Durante una tregua de seis horas acordada por Serrano, un grupo de milicianos lograron entrar en las salas del Congreso para informar a los diputados de que sus filas estaban sin pólvora y desfallecidas. La resistenciaera inútil. «¿Pero Baldomero, dónde te has metido en los últimos tiempos?». A las cuatro de la madrugada del día 16, los diputados supervivientes se reunieron en sesión secreta para declarar las Cortes suspendidas. El presidente de la cámara pronunció la sentencia: «Se levanta la sesión, para la próxima se avisará a domicilio». La lucha en las calles también se apagó ese día, al menos en Madrid. Todavía se prolongaron los enfrentamientos en Barcelona y Zaragoza. No hubo prisioneros ni ajusticiados, si bien la libertad de imprenta se limitó aún más con el objeto de anestesiar a la agitada opinión pública. Espartero se arrepentiría mil veces de su bomba de humo: «Permanecer inactivo fue para mí mil veces más cruel que lo fuera la muerte», se justificaría el progresista con la excusa de que así había evitado otra guerra civil. Su actuación poco valiente le ganó hasta la rechifla de la Reina, quien interrumpió su discurso de despedida inyectado en palabras graves para preguntarle, con tonito de burla: «¿Pero Baldomero, dónde te has metido en los últimos tiempos?».

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