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Burning Luisgé Martín: «El sexo está sobrevalorado»

Ya lo cantaban Rocío Jurado o Fernanda de Utrera. Hay veces, y no pocas, además, en las que el amor se termina rompiendo de tanto usarlo. Y hay otras, también, en las que se acaba, precisamente, por no gozarlo lo suficiente. En ambos casos, el sexo suele tener un papel primordial y hasta excesivo, (in)fidelidad mediante. Todo esto se le debió pasar por la cabeza al escritor Luisgé Martín (Madrid, 1962) cuando, no hace mucho tiempo, el suficiente para prender en él la semilla creativa, se cruzó con uno de esos estudios de alguna universidad de pompa y circunstancia que reflejaba el porcentaje de fidelidad e infidelidad entre la población masculina. Convencido de que «uno cuando habla del sexo tiende a mentir», puso en marcha un peculiar experimento literario (en la vida real no podría, «porque sería un delito»): investigar, sin su consentimiento, a seis mil personas para elaborar una estadística fiable de los comportamientos sexuales de nuestras sociedades. Y decidió hacerlo con una mujer, Irene, como protagonista. El resultado es «Cien noches» (Anagrama), novela con la que ganó el último premio Herralde y que cuenta con varios, e interesantes, cameos literarios como punto final.—Eso de cuestionarse, de interrogarse sobre la posibilidad de la fidelidad, aunque sea literariamente, es poco propio de los tiempos tan políticamente correctos que vivimos…—Es posible, pero justamente por eso me interesa todo lo que tiene que ver con ese mantenimiento de actitudes que conocemos pero que ignoramos, cancelamos y a veces censuramos. En estos momentos en los que vivimos en el disparate de la hipocresía, algo tan estandarizadamente hipócrita como la fidelidad sexual es un tema que a me apetecía desde hacía tiempo trabajar. Me gusta en la literatura meterme en charcos, porque para hacer cosas que no vayan a contracorriente o que confirmen el discurso habitual o dominante o superficial ya están las conversaciones de café o el propio mundo.—Silvia Sesé, su editora, define el libro como una «novela de antropología social», y también como una «fábula moral». Pero, fíjese que en «Cien noches» no percibo rastro alguno de intención moralizante.—No, intención moralizante no. Lo que sí hay es intención desmoralizante. Es decir, la intención de quitar a todo lo que tiene que ver con las relaciones sexuales una serie de hándicaps, obstáculos, perjuicios, normas que no se corresponden con la realidad para dejar que en cada unidad las cosas funcionen como deban funcionar. Hay mil millones de modelos distintos de parejas o de relaciones, y todos son perfectamente válidos. No nos empeñemos en estigmatizar algunos comportamientos. Se puede ser infiel por puro deseo, por puro vicio, en el mejor sentido, y no tiene nada que ver con que falle algo. Una relación amorosa tiene muchas fases y no podemos pretender que permanezca siempre en ese primer estadio de enamoramiento, de deseo apasionado.—También ahí nos damos de bruces contra el concepto de normalidad que impera en la sociedad. ¿Quién decide que algo es normal?—Me molesta un poco usar este lenguaje, porque no me siento cómodo con él, pero estamos hablando de judeocristianismo, en nuestro caso, de que en sociedades supuestamente laicas sigue perviviendo una especie de ADN que, al final, nos hace soportar o defender, incluso, algunos valores en los que realmente no creemos. Además, la infidelidad tiene mala prensa, porque va asociada al fracaso sentimental, y es algo que a mí me parece erróneo. Me fascina cómo somos capaces de comportarnos de una manera sabiendo que es todo falso, que es un trampantojo, que es mentira.—Autoengañarnos, ¿no?—Sí, sí, sí, y tratar de vivir en sistemas que sabemos que están construidos sobre la falsedad. Es mucho más divertido aún, o trágico, cuando uno da un paso más en el autoengaño, estos infieles que luego son absolutamente celosos, sobre todo hombres; esa mentira sobre la mentira me parece aún más fascinante.—La clave, que es algo presente en libro, es dónde está el límite entre el sexo y el amor. ¿Sabemos marcarlo?—Yo lo veo imposible. Es relativamente fácil en determinadas fases en las que uno sabe perfectamente que está poseído irracionalmente, descubre cosas sin parar…—Pero eso dura un tiempo muy determinado.—Cien noches.—Claro, esa es la conclusión a la que llegan los personajes de su novela. ¿Somos irremediablemente infieles?—Tampoco quiero dar por supuesto que todo el mundo, pero sí tengo la sensación de que si todo el mundo pudiera lo sería, porque todo el mundo se conoce a sí mismo y sabe perfectamente que puede ser infiel sexualmente sin estar traicionando a la persona a la que ama.—Al final, entonces, se trata de restarle importancia al sexo.—Sí. El sexo, y el sexo conyugal en concreto, está sobrevalorado. El sexo tiene un punto de sacralización. Tenemos esa idea de que en la intimidad, cuando te metes en la cama con alguien, le estás dando un trocito de espíritu, y no es verdad, no es verdad.—Salvo que haya amor…—Bueno, sí, no es verdad necesariamente. Claro que sí. Y a mí me parece que, además, el sexo con amor, incluso si es malo, se salva, es maravilloso. Mientras que el sexo anónimo, si es malo pues, es una tontería.—¿Cómo se alcanza el equilibrio que dice buscar cuando escribe haciéndolo sobre pulsiones como las retratadas en esta novela?—Justamente me viene por el reconocimiento de las pulsiones. Biográficamente, cuando yo salgo del trauma de mi castidad, de mi homosexualidad no reconocida, de mi homofobia, yo asumo una ley que me parece que a la gente le hace siempre más feliz, que es: nunca te niegues a ti mismo los impulsos que sabes que no vas a poder negar. Yo eso lo había vivido en primera persona durante muchos años, y al final se rompió; no sólo durante esos años fui profundamente infeliz, sino que no sirvió de nada. Y, desde entonces, no quiere decir que yo me deje a mí mismo hacer cualquier cosa, pero sí me enfrento a la vida con un carácter más hedonista y, por lo tanto, reconozco aquellas pulsiones que sé que no tengo por qué sentir ninguna culpa por ellas, y que van a ser las que, al final, me den un poco de equilibrio, de paz o de una pequeña felicidad.—Ya sea esta una novela erótica con tintes de novela negra, o al revés, aunque también tiene mucho de ensayo sobre el erotismo, me interesa el término erotismo. Y me interesa porque me parece que somos pudorosos en exceso a la hora de abordarlo desde el punto de vista cultural.—Sí, al final todo forma parte de la misma arquitectura, seguimos siendo pudorosos, vergonzosos… Hay un punto de sacralización en el sexo, que mantenemos aunque seamos ideológicamente del palo que seamos, y en el caso de todo lo que tiene que ver con las manifestaciones del erotismo seguimos bloqueados. Tengo la sensación de que hay un punto de secreto, de vergüenza, de misterio, que sirve para que el sexo conserve una especie de aura, de estímulo, que puede ser bueno, pero hay grados y grados.—A mí me sorprende cómo en una novela se tolera más una escena sangrienta, el peor de los asesinatos, que una de sexo tórrido, por ejemplo.—Esto es verdad en la literatura, pero en el cine, que hay una explicitud de los sentidos que todavía nos remiten a la idea de pornografía, mucho más. En esto la literatura lo tiene un poquito más fácil.—Porque las imágenes están en tu cabeza.—Claro. Cuando ha habido intentos de mezclar el cine común con el sexo explícito, que no tiene porqué ser omnipresente, a mí esa gente ya me enamora sólo por el hecho de planteárselo. Y es verdad que en la literatura seguimos utilizando las elipsis más de la cuenta para todo lo que tiene que ver con el sexo.—¿Cómo se ha sentido en la piel de Irene?—Pues muy bien, sinceramente. Me dio un poco de susto, pero también me lo planteé como reto. Yo creo que como escritor, y de esto estoy muy satisfecho de mí mismo, lo que nunca nadie me podrá reprochar es que no corro riesgos y de que aprovecho caminos en los que yo ya estoy cómodo. No sé lo siguiente que voy a escribir, pero no me parece que en cada libro haya que ser revolucionario, porque al final todos tenemos nuestras obsesiones y las modulamos de la manera que podemos, pero evidentemente me gusta ser en ese sentido ambicioso, correr riesgos, y a veces salen mejor y a veces peor. Me apetecía que en esta novela justamente por el tema el protagonista no fuera un hombre porque ahí se caía en otra cosa…—Es que hubiera sido una novela distinta.—Completamente, porque habría sido una novela sobre la promiscuidad masculina. El hecho de plantear que el persona fuera femeinino era porque me parecía que cambiaba completamente el propio hecho narrativo que el personaje fuera femenino, que ella pudiera observar a los hombres, en la que ella pudiera autoexplorarse con una libertad absoluta. Ireen no se parece a ninguna de ellas, pero usé algunas pautas de un par de mujeres que han sido las más promiscuas que yo he conocido y con las que había tenido conversaciones tórridas y descarnadas; no hay fidelidad, pero sí me servían para saber que estaba pisando sobre firme, que no estaba creando un monstruo inexistente.

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