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Hay días que solo pueden salvarse con una siesta. Una siesta de manual, con pijama, sin móvil, bien arropados, tal y como dictan los cánones órficos. Una siesta profunda, suave como el terciopelo, una siesta de verdad, una de esas siestas que hacen olvidar guerras y naufragios, y de las que nos despertamos desorientados, preguntándonos si la Tierra sigue girando o por fin reina la calma. Es cierto: de sábanas adentro nada malo puede ocurrir. Ya lo sabíamos de pequeños, cuando acechaban los monstruos de debajo de la cama y los fantasmas del armario, y nosotros, los indefensos, nos cubríamos con el edredón hasta la nariz seguros de que era una defensa inquebrantable, una armadura perfecta y calentita. Con ese...
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