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Burning Antonio Lucas: «El miedo es una tiranía terrible»

Antonio Lucas (Madrid, 1975) se pasea por el centro de la capital como un paisano de toda la vida, saludando a los habitantes del barrio por su nombre propio: Esteban (el cartero), Helena (la camarera de su bar)... Pasea, también, repasando las verjas echadas y los «se-alquila-razón-portería» que proliferan por las calles como otra epidemia. «Ahora mismo la ciudad tiene un punto muy espectral», comenta al bordear el Teatro Real. La mudanza que lo ha traído aquí, ese cambio geográfico y vital, ha alumbrado su último libro, «Los desnudos» (Visor), con el que el poeta y periodista de El Mundo recibió el premio de Poesía Generación del 27. Son palabras anteriores a la peste, que salieron a la luz con el estado de alarma y que ahora despiertan con significados nuevos. El cielo promete tormenta, pero da una tregua: a medida que la conversación avanza las nubes se abren, no mucho, pero lo suficiente para que el sol haga acto de presencia y las sombras se proyecten en el suelo. La tregua de la poesía, será eso. —El libro se abre con un poema que es casi un manifiesto, y que da título al poemario: «Los desnudos». Ahí apela al nosotros frente al mundo, frente a una realidad que no le gusta, que le molesta. —Es una especie de apelación a lo colectivo, al conjunto, a la sociedad, a no caer en esa condición un poco autista en la que ahora, con redes sociales y con tantos aspectos de la vida, caemos, que es el individualismo feroz. Es una apuesta por decir: entre todos podemos intentarlo todo. Eso significan los desnudos: no aceptar lo irremediable, hablarnos, decirnos, sumar las voces. Que no hablemos de uno en uno, sino que a veces lo hagamos en orfeón, que es como las cosas se dicen mejor. —¿Y de qué reniega en ese poema? —De muchas cosas. De este territorio tan extraño que es el mundo del siglo XXI, tan febril, tan feroz, tan desabrigado. Yo no encuentro muy bien la postura a muchas cosas de mi presente. Las veo torcidas, las veo gangrenadas, sucias, turbias. Este poema es también una forma de mantener ese rechazo. Ese rechazo no es un desafecto negativo, es una forma de intentar encontrarle a las cosas su punto revocador. Y lo que no me gusta es eso: muchas de las cosas que veo, el mundo de las redes sociales... No me gustan muchas de las cosas del periodismo de ahora, no me gusta esa urgencia que se nos impone. No me gusta que se confunda el ocio con la cultura y que nos lo creamos. —¿No cree que esa confusión de ocio con cultura ha estado muy presente durante el confinamiento? Se ha hablado de la cultura como si fuera un mero entretenimiento para estar en casa y quemar las horas muertas. —Hemos empezado a concebir la cultura como un sustitutivo del tiempo vacío. Y es al revés. La cultura tiene que ser un generador de ideas para estimular el tiempo que ya tienes lleno. La cultura no es sentarte a ver algo pasivamente. La cultura requiere una implicación. Leer un libro requiere una implicación. Ver una serie es una implicación. Ir al teatro es una implicación. Uno se intenta implicar con las ideas de los otros, con las ideas contrarias. Hemos llegado a ese momento en que la sociedad del espectáculo de la que hablaba Guy Debord. Hemos aceptado que el vacío lo llenamos con cantidad, pero no con calidad. —De hecho, al principio del encierro no era tan sencillo coger un libro y desconectar del ruido: era muy difícil abstraerse de los miles de muertos. —Yo tengo una hipocondría terrible, además la cuido mucho, con lo cual luego no me falla nunca. El miedo, el terror, la sensación de incertidumbre; esa especie de tarima flotante de no saber qué estás pisando a mí me paralizó mucho. Para leer, para escribir. Yo estaba atento a una realidad que yo no sabía descifrar, y esa inquietud… Yo veía que se estaban volando los puentes de algo que yo concebía normal, de una vida normal, de salir, de entrar, de encontrarte con gente. Me costó mucho en esos momentos mantener la capacidad de concentración en algo que no fuese mi propio miedo, que es algo muy tiránico. El miedo es una tiranía terrible. Tenía que estar mirando cada quince minutos las listas de contagios, de muertos, la situación de los hospitales, la situación económica. Todo eso fue generando un concepto de que la cultura no relajaba, y la cultura claro que es un lenitivo. Ese lenitivo no puede pasar con la misma falta de huella con la que uno se pone delante del televisor de una manera casi catatónica a dejar que pasen las horas. —¿Sirve para algo la poesía en estos tiempos confusos? —La poesía te sirve un poco de brújula. La poesía es un extraordinario territorio para abrir sendas, porque yo creo que un poema muchas veces ilumina mucho más que cualquier gran tratado filosófico. Ese impulso, esa pequeña molécula de emoción o de asombro que lleva la poesía dentro, yo creo que en momentos como este supone tener a mano un quinqué o una linterna que da luz allí donde no sabemos cómo darle al interruptor. —Hay imágenes del libro que se resignifican con la pandemia. De los desnudos, por ejemplo, escribe que tienen «una fe que ya no abriga». Ahora no tenemos el abrigo de la seguridad frente al miedo. Estamos a la intemperie. —Ahora vamos con los huesos por fuera, estamos en un momento de mutación. No es un momento de cambio, es un momento de mutación, de trasladar muchas cosas de un lugar a otro. No vamos a salir de aquí ni mejores ni peores, vamos a salir distintos, más vapuleados, y con unas generaciones que vienen detrás que probablemente no sepan cómo comenzar el camino de vivir. Eso es tremendo. Chavales de veinte años no saben cómo comenzar el camino de vivir porque no tienen ningún escalón para hacer ascenso. Estamos desnudos, terriblemente desnudos. Y es una desnudez que está llena de frío. En eso estamos. —Madrid también está mutando... —Madrid es una ciudad que ahora mismo tiene un punto muy espectral, muy fantasmagórico. Yo he nacido aquí, pero no reconozco esta ciudad. Eso desalienta mucho. Cuando bajas a la calle tienes la sensación de ser prácticamente un holograma. No nos tocamos, solo nos miramos. Aunque la gente es más guapa: solo se nos ven los ojos, y te imaginas lo que habrá debajo de la mascarilla. Es lo único bueno. —Da la sensación de que el poema «Casa nueva» es el que le da sentido a todo el libro: vivir es mudarse de piso, de piel, y lo que arrastramos en la mochila. —La vida se hace de mudanzas. Uno empieza a vivir y empieza también a trasladarse. No hay un lugar donde echar siempre el ancla: todo se mueve. Como la galaxia. Las mudanzas sirven para hacer una especie de higiene material y personal. Cuando salí de la casa anterior, donde viví 16 años… Esa casa para mí está llena de fantasmas. Muchos felices, otros más ingratos, pero uno deja atrás muchos de esos fantasmas, y te traes algunos a la casa nueva. Y la casa nueva es un corazón que crece lento, que se va haciendo. Estrenar es inaugurar el mundo. Y estrenar una casa a mí me dio todo el pulso para hacer un libro de poemas. —Se habla mucho de la memoria, pero poco del olvido, que también es un mecanismo de supervivencia. Me encanta esta frase del poema que le dedica a Ingebor Bachmann: «Pero hay momentos de esplendor nacidos de olvidar». —Yo creo que la memoria es lo que confecciona una sociedad potable, porque el futuro no es más que una mochila cargada de memoria. Pero de ahí a que el olvido sea una traición… El olvido no es malo, el olvido es un ejercicio tan extraordinario como la memoria. Hay olvidos morales, que son traidores, y hay olvidos domésticos o naturales que son necesarios. Olvidar no es un verbo lesivo. —A veces hay que olvidar que vivimos una pandemia. —Uno tiene que generar sus pequeños espacios de gozo. Cuando puedes, cuando te lo permite la vida. El gozo se hace también de esa condición casi aérea de no pensar en nada. Lo siento mucho en el campo, en la montaña: en ese ejercicio de sístole y diástole que es caminar piensas, pero también hay muchos momentos que piensas en nada. Ese desalojo que es pensar en nada es tremendamente vital. Debe ser agotador estar comprometido con todo el mundo todo el día. El mundo no se compromete contigo. No puedes ser un enfadado permanente, pero tampoco un feliz constante. —El libro está lleno de esos espacios de gozo o refugios, como la amistad. —Yo soy asquerosamente sentimental, y valoro las cosas muy de piel, muy inmediatas. Los amigos son un cobijo extraordinario, uno de los logros que he tenido en mi vida. En este bar yo paso todos los fines de semana por la mañana. A veces llego solo y cuando es hora de irse a comer, a las tres, estamos ocho personas, amigos periodistas que viven por aquí. Eso para mí es un gozo. La amistad es la única religión en la que uno puede creer porque los dioses son táctiles. —Este verano hemos tenido que volver a los placeres pequeños, como esas mañanas de bar. —La pandemia nos ha dado dimensión, de algún modo nos ha redimensionado. Yo he viajado mucho, pero no soy un forofo de los viajes. Yo no me aburro en absoluto tirándome un mes en un campo mirando el mismo paisaje día tras día tras día tras día. En lo pequeño desarrollamos mejor que la abundancia nos impide. Creo que hemos aprendido a reconciliarnos con lo inmediato. Tristemente es una conquista del temor, del miedo, de la incertidumbre. Pero esa historia también se romperá: en cuanto se pueda volveremos a las mismas condiciones que uno tenía antes. —En el poema «Un dios» que afirma que los dioses «llegaron de esa misma maldición de la que viene el miedo». ¿Hay algo religioso en el miedo? —El hombre ha vivido con miedo siempre a lo que no es capaz de explicar. Y cuando no eres capaz de explicar algo tienes la tentación, la necesidad, de ponerle nombre, rostro, alguna credencial. Todas las religiones han sido tremendamente lesivas, todas, porque tienen una condición muy amenazadora: no existe religión sin amenaza. Eso es algo que uno lo aprende. El éxito infinito de la religión es aprovechar el miedo de la incertidumbre. —Vayamos con otro poema: «España». Ahí termina con estos tres versos: «La Historia que repite profecías./ La Historia de inculparnos mutuamente / repitiendo la indigencia de la Historia». ¿Estamos condenados a la gresca pase lo que pase? —Yo sospecho que estamos muy bien entrenados para no dejar de pelearnos. Yo amo este país, me gusta España, pero hay muchas veces no consigo que me guste. Las cosas que veo, que hacemos todos, las banderías, el frentismo, la incapacidad de aceptar que en el otro la opinión contraria es una opinión contraria y no una revancha… Eso me cuesta, y probablemente yo practico eso. Uno escribe sobre lo que me importa, y a mí este país me importa, pero creo que estamos regidos por una banda de insolventes en todos los ámbitos, que han generado un caos en el que se mueven extraordinariamente, que les favorece mucho. Hay una irresponsabilidad total, lo hemos visto ahora con la pandemia. La realidad es un hecho. Las cosas son como son, y como son no están bien. —¿No se ha vuelto más desconfiado con la política al ver cómo ha funcionado este país durante la pandemia? —Desconfiado total. Yo no sé cómo se ha gestionado en otros países, pero tengo la sospecha de que han sido por lo menos más elegantes a la hora de no coger una pandemia y aprovecharla como trinchera. Una trinchera donde hay demasiados muertos que quedan en el camino entre uno y otro. Ha habido una ineptitud a la hora de gestionar esto, creo que otros tampoco lo habrían hecho mejor. Con esta lámina de políticos es muy complicado que nosotros podamos tener el motor de explosión del país regenerado en poco tiempo. —«Veo que he creado muchos poetas/ pero no mucha poesía», decía Bukowski en un poema, adoptando la voz de dios. ¿Estaría pensando en el premio EspasaEsPoesía y en ese autor que se ha llegado a confundir con un robot? —A mí me gustaría que todo el mundo hablase mucho de poesía, de la poesía que fuese, incluso de la que no es poesía, que hay mucha. Lo del premio de Espasa me parece una anécdota, lo que me hubiese gustado es que fuera un robot. Esa poesía de desahogo... Hay una poesía que se cura con Lexatín, pero bueno. Cuántos poetas y qué poca poesía… Pues sí, pero toda la historia ha sido así. Siempre ha habido poetas circunstanciales y poetas necesarios.

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