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Burning Emilia Pardo Bazán, la luz en la batalla

Pazo de Meirás, Sada (La Coruña). Junio de 1938. No hace ni un mes que se ha cumplido el decimoséptimo aniversario de la muerte de doña Emilia, la fundadora de esta obra arquitectónica maravillosa crecida al amparo de un paisaje frondoso de intenso verde. Un lugar en el que se multiplicó la fecunda inspiración creativa de la condesa intelectual. Pero su nueva dueña no parece interesada en tamaña grandeza. «Qué gran gesto de las autoridades locales el regalarnos estas torres de Meirás», piensa Carmen Polo desdeñando el detalle, tal vez insignificante para ella, de que lo han hecho para congraciarse con su marido, el general Francisco Franco.Seguida de dos militares y un mayordomo entra en el que fue el despacho de la escritora. Realiza un rápido repaso con la mirada a los muebles y luego se sienta ante el escritorio. Comienza a abrir cajones y el espíritu de doña Emilia ruge sin consecuencias. Notas, borradores, manuscritos y centenares de cartas, muchas de ellas atadas con una cinta azul. Las hay de «Clarín», su amado Pérez Galdós, su gran amigo Giner de los Ríos, Menéndez Pelayo, sus amantes ocasionales Lázaro Galdiano y Blasco Ibáñez... El tesoro de doña Emilia Pardo Bazán, su archivo personal. «Todo. ¡Quémalo todo!», le pide sin miramientos al mayordomo.Las paredes preñadas de historia hablan, aunque ahora ya nadie las escuche. Y reconstruyen otro tiempo en el que una joven Emilia se educaba en un ambiente aristocrático, constreñida por unas costumbres que no tardaron en reventar en ella como estallan las costuras de un traje imposible de encajar en el cuerpo para el que estuvo hecho. En parte tuvo la culpa su padre: «Si te dicen que hay cosas que los hombres pueden hacer y las mujeres no, di que es mentira porque no puede haber dos morales para dos sexos». Y vaya si lo hizo. En su vida personal mantuvo varias relaciones sentimentales siempre entre iguales, y su formación intelectual y académica era notablemente superior a la de cualquier hombre ilustrado de su época. Quizás por ello despertaba la antipatía y el recelo de colegas como Pío Baroja, Juan Valera, Pereda y muchos otros que no daban la cara. «Soy un alma de varonil latir», decía de sí misma para que nadie se llamara a engaño.El sueño de MeirásAño de 1893. Emilia estaba exultante aquella tarde moviéndose de un lado a otro, con su elegante vestido negro, el collar de perlas y su cabello recogido en un moño ahuecado. Por fin concluyeron las obras del pazo. Había instalado la biblioteca y su despacho en la torre más alta, la de la Quimera. «Qué hermoso nombre...». Y qué hermoso paisaje el que se divisaba desde el privilegiado balcón cubierto.Tomó un papel de cartas del cajón en el que figuraban todos con el mismo encabezamiento: La luz en la batalla». Llevaba años escribiéndose con Benito. «Pánfilo de mi corazón –le decía esta vez–, rabio por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos tan dulcemente de literatura y de la Academia y de tonterías. ¡Pero antes te morderé un carrillito!»En nada tenían en cuenta la rígida moral ni los convencionalismos sociales. Sobre todo ella, mujer de pasiones desbordantes en la vida y con la pluma. Porque sólo así merecía la pena vivir… y escribir. Primero vino la amistad, firme e inquebrantable como una roca, con el solitario y mujeriego Benito Pérez Galdós, ocho años mayor que Emilia, que andaba por los treinta y siete cuando llegó el amor apasionado. Corría el año 1888 y ya había publicado «Los pazos de Ulloa» y «La madre Naturaleza». Benito, por su parte, tenía entregada al mundo su gran obra «Fortunata y Jacinta».De entonces eran las cartas como la del 15 de diciembre de 1889. «Minino: El martes allí tendrás a tu Suriña. Se me hace el tiempo largo; la meta de mis deseos ¡cual huye ante mis asombradas pupilas! ¡Oh! Seductor, no me fascines con tu serpentina lengua! Adiós, mono. En cuantique te vea te como».El tiempo en Meirás discurría de manera distinta al resto del mundo. O eso creía Emilia, contemplándolo a través de los cristales desde su torre creativa y pasional. Sonreía pensando en cómo se le habrá atravesado a Juan Valera su proyecto, puesto en marcha el año pasado (1892), de la Biblioteca de la Mujer, para divulgar ideas avanzadas sobre sus derechos. Ella sola lo financió y dirigió. La traducción nada menos que de «La esclavitud femenina (1869), de John Stuart Mill, fue el segundo volumen, precedido de «Vida de la Virgen María», de María de Jesús de Ágreda. Todo un escándalo, vamos, que a Valera se le clavaría como espina a añadir a su oposición a que ingresara en la Academia, que méritos no le faltaban.Muchos años más tarde seguiría dando luz a esa batalla al conseguir que la admitieran como la primera mujer socia del Ateneo, con el número 7.925. Fue aquel un día inolvidable, el 9 de febrero de 1905; un día en el que sintió, una vez más, la satisfacción de abrir camino, porque un mes después fueron admitidas también como socias otras dos mujeres, muy diferentes a ella pero, sin embargo, bregadas en idéntica aspiración feminista: Blanca de los Ríos y Carmen de Burgos. Dieciocho años antes ya había hecho historia en esa institución al convertirse en la primera mujer que impartía una conferencia, por cierto sobre escritores rusos. «Ay, Benito, si me hubieras visto en la Sorbona, donde también hablé en público. Para que luego digan que las mujeres no somos capaces de impartir conocimiento».La historia devoradaTreinta años de intercambio epistolar... «En un minuto te puedo dar más bienes y alegrías que nadie. Zola tiene miedo a la muerte. Si hubiera vivido una semana lo que yo... y lo que tú, no le tendría miedo alguno». O en otra: «Te daré lo que creas necesitas de mí… y a cambio no exigiré nada. ¿Conviene el trato?». Siempre clara. Siempre directa. Siempre tan viva y palpitante como el verde de los jardines del pazo por los que corretea su imaginación cuando piensa en lo que le haría a Galdós si lo viera en ese momento.Terminó de cerrar el sobre, lo depositó sobre la mesa junto a una socarrona sonrisa que le bailó en los labios tantas veces besados por su Benito. Mientras, en Madrid, su amante le decía con palabras estampadas en tinta en su obra «Tristana»: «Miquiña… Quiéreme, quiéreme mucho, que todo lo demás es música». Palabras que arderían años después junto al resto, los recortes de prensa del Ateneo y tantos otros, y los manuscritos, y las cartas y los miquiñas que a veces él le escribía como un guiño a los orígenes de ella... aquí, donde estamos, van a arder, en este junio de 1938, sombrío para la Historia.Allí donde nuestro corazón muere enterramos la lluvia y los recuerdos. El de Emilia, aunque ella falleciera en Madrid, fue a morir donde nació. El lugar que se llora es el lugar que se ama. Galicia. Por eso quiso que sus funerales se celebraran en la capilla de las Torres de Meirás y en las demás iglesias del Patronato de la Casa de Pardo Bazán. «Quiéreme mucho, que todo lo demás es música»... La música más trágica salida de las llamas fruto de la sinrazón y la arrogante ignorancia. Sólo una epístola de Galdós se salvó de la quema. Aunque por siempre permanecerá entre los muros de piedra del pazo lo que nadie consiguió calcinar junto con aquellos valiosos tesoros personales y literarios: el alma.Retrato de Emilia Pardo Bazán fechado en 1890 - ABCLa condesa feminista¿Cómo era posible ser una mujer conservadora, aristócrata, católica devota, en el siglo XIX, y a la vez independiente, un espíritu libre y «radical feminista» –así se definió ella–? Rasgos en apariencia contradictorios que, sin embargo, confluyeron de una forma natural en la singular figura de Emilia Pardo Bazán, autora de algunas de las páginas más extraordinarias de la literatura española en novelas como «La Tribuna», «Un viaje de novios», «La cuestión palpitante», «La madre Naturaleza», «La prueba», «Morriña», «La Quimera», «La sirena negra»... entre una larga lista, además de medio millar de cuentos, relatos o artículos periodísticos. La corriente naturalista, representada literariamente por Emile Zola, al que conoció en París, impregnó buena parte de su obra. La escritora gallega derrochaba talento y capacidad organizativa y de trabajo a partes iguales. En 1891 fundó la revista mensual «Nuevo teatro crítico»; 120 páginas que escribía ella, sin ningún colaborador, «un alarde casi insolente de dinamismo, de capacidad creadora, de talento multiforme», escribió Agustín de Figueroa, marqués de Santo Floro, quien decía que Emilia era «consciente de su superioridad sobre casi todos los escritores de su tiempo». Mujer cultísima y cosmopolita, de prosa amena, ágil, espiritual y descriptiva, fue Galicia su gran amor literario. La Universidad Central de Madrid creó para ella una cátedra de Literatura. Sin embargo, su ingreso en la Real Academia Española se le resistió injustamente.Emilia Pardo Bazán, en sus últimos años, ante la máquina de escribir - ABCUna intensa vida amorosaDoña Emilia se casó a los 17 años, con José Quiroga. Fruto del matrimonio fueron tres hijos y un terrible aburrimiento que no estuvo dispuesta a dejar que ahogara sus expectativas vitales. Su carácter apasionado la llevó a mantener sonadas relaciones sentimentales que agitaron la rígida sociedad de la época. Su gran amor fue otro insigne escritor, Benito Pérez Galdós. El idilio comenzó justo después de la publicación de «Los pazos de Ulloa» (1886). Estando con él se cruzó en su vida el intelectual, editor, bibliófilo y coleccionista José Lázaro Galdiano, con quien mantuvo una fugaz aventura que ella misma definió como «un error momentáneo de los sentidos». Con Vicente Blasco Ibáñez vivió un breve pero muy intenso romance hasta que la acusó de robarle una idea para una obra literaria. ¿Despecho, tal vez?

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