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Icon Cafe El humillante proceso que convirtió a Greta Garbo en una leyenda de Holywood

Como tantas otras, conquistar a Hollywood no le sirvió para mantenerse inmune al huracán de la industria. Cuando la sueca Greta Garbo viajó a la meca del cine, lo hizo del brazo del prestigioso director Mauritz Stiller, que la veía como una musa, su musa, a la que el cineasta se negaba a abandonar en su nueva aventura al otro lado del Atlántico. El magnate Louis B. Mayer no le hizo ascos a la diva, pero la cambió por completo. Hasta una mujer como ella, una femme fatale que siempre negó serlo y de cuya muerte se cumplen tres décadas, tuvo que claudicar al principio de su carrera. La americanizaron en un tortuoso proceso que cambió su físico por completo. La obligaron a adelgazar quince kilos, le arreglaron los dientes y le arrancaron varias muelas para que su rostro fuese más afilado; la despojaron de las pobladas cejas y, como a Rita Hayworth, le tiñeron la melena, aunque la genética la libró en este caso de la dolorosa electrolisis con la que sí martirizaron a la española. Ya solo quedaba lo que nadie veía en Greta Lovisa Gustafsson, una sueca de familia humilde que se convertiría en la estrella mejor pagada de Hollywood, y quizás por eso siempre quiso conservar ese fuero interno. Tampoco la abandonó la G del apellido, una cortesía que la legendaria intérprete se tomó con su clásico sarcasmo: «Así no tendré que cambiar las iniciales de mi lencería». «Recuerdo el día que llegó al estudio. Por aquel entonces yo estaba en la oficina de recepción por la que entró aquella joven, alta, desgarbada y huesuda. Seis meses después, cuando la volví a ver estaba totalmente cambiada. Nunca había visto una transformación igual. Era extraordinaria», aseguró en el libro «The glamour factory. Los grandes estudios de Hollywood» Joe Newman, asistente de dirección de la MGM. Greta Garbo y el fotógrafo Cecil Beaton paseando - Con un nuevo nombre y siempre elegante, la actriz se abrió camino en el cine mudo, capaz de decir con los ojos lo que tantos otros necesitan gritar con palabras. Dueña de los planos cortos que explotaron su gran expresividad, ni una sonrisa le hizo falta a Greta Garbo para convertirse en un mito. Pero el éxito de La Divina, que debutó en el cine en 1926 con la adaptación de una novela de Vicente Blasco Ibáñez, no hizo desaparecer la tristeza y soledad de una actriz que pasó su vida en Estados Unidos, marcada por la sempiterna nostalgia de su Suecia natal y una depresión que, como le confesó en una carta a la condesa Hörke Wachtmeister, refrenda su frase más mítica, esa que dijo, con su voz ronca, en la película «Gran Hotel» (1932): «Quiero estar sola». Y sola se quedó con una prematura jubilación de la que Luchino Visconti intentó recuperarla, pero antes que eso desfogó su pasión mesiánica con rutilantes estrellas, actores pero también actrices, con escritoras como Mercedes de Acosta o fotógrafos como Cecil Beaton y, cuentan los mentideros, también con su archienemiga en la gran pantalla, Marlene Dietrich. Garbo y Gilbert en «El beso» De lo que sí quedó constancia fue de su romance con John Gilbert, en cuya vida se inspiró la película «The Artist». Con el actor, toda una eminencia del cine mudo, coincidió en cuatro películas, pero le bastó su primer beso en «El demonio y la carne» para dejarlo prendado. Después de proponerle varias veces matrimonio, acordaron celebrar una boda doble junto a King Vidor y Eleanor Boardman; la Esfinge sueca lo dejó plantado. «¿Para qué quieres casarte con ella si puedes acostarte con ella?», le dijo el productor Louis B. Mayer a Gilbert, que lloraba desconsolado en el baño. Por aquella respuesta le propinó un puñetazo, certificando el final de una carrera a la que el sonido, que sí cortejó a su amada, le dio la espalda. El tránsito al sonoro de La Divina tuvo tal repercusión que, en lugar de parar, las rotativas funcionaron más que nunca para escribir: «¡Greta habla!». Si una mirada de la actriz decía mucho, su voz profunda calaba. «Dame un whisky, ginger ale a un lado, y no seas tacaño» soltó en su debut, con «Anna Christie» en 1930, que le valió la primera de cuatro nominaciones a un Oscar que solo le llegó como premio honorífico, en 1954. No acudió a recogerlo, preludio, quizás, del desinterés que le generaba un sistema al que torpedeó cuanto pudo para imponer sus propias reglas. Además de guiones a su medida, como el de «La reina Cristina de Suecia», sobre una monarca que vestía de hombre y disfrutaba del sexo con hombres y mujeres, Greta Garbo exigió la discreción que parecía vetada a una estrella de su categoría, y rechazó entrevistas, autógrafos y fotografías con admiradores. Nadie vulneraba su esfera privada si ella no lo permitía. Convencida de las guerras que quería librar, le plantó cara a su estudio cuando quisieron renovarle el contrato. Haciendo caso omiso a amenazas de deportación y demás coacciones, la actriz consiguió sacar provecho, convirtiéndose en la mejor pagada. «Nací, crecí; he vivido como cualquier otra persona. ¿Por qué la gente debe hablar de mí? Todos hacemos las mismas cosas de maneras que son un poco diferentes. Vamos a la escuela, aprendemos; somos malos a veces; somos buenos otras. Encontramos trabajo y lo hacemos. Eso es todo lo que hay en la historia de vida de cualquiera, ¿no?», dijo en 1928 en la revista «Photoplay». Jubilación anticipada En el transcurso de dos décadas, Greta Garbo fue con igual fulgor condesa, reina, espía y hasta amante de Napoléon. Cosechó un sinfín de clásicos, mudos y sonoros, con títulos como «Ana Karenina», «Mata Hari» o «Ninotchka» (1939), donde Garbo rio por primera vez gracias a Ernst Lubitsch. Pero su cautivadora presencia desapareció después de «Una mujer con dos caras», su última película, en 1941, un rotundo fracaso a las órdenes de George Cukor. «Ahora ya no tienes por qué rodar una película más en tu vida. Contigo ya no se puede ganar dinero», se rumorea que le dijo Mayer, extendiéndole un cheque que ella rompió, dejando la estancia con un portazo. Verdad o mentira, lo cierto es que a partir de entonces privó para siempre a la cámara de su mirada. Garbo en «Ninotchka» - Tenía 36 años cuando se bajó del barco que la había convertido en un mito. Públicos fueron muchos de sus romances y su carácter indomable, pero la verdadera Greta seguía siendo un misterio. Un enigma en blanco y negro. Se desconocía incluso el color de sus ojos, como descubrió Sara Montiel, que por aquella época vivía en Los Ángeles con su marido Anthony Mann: «Greta Garbo venía a casa a jugar al tenis y lo que más me sorprendió de ella fueron sus preciosos ojos azules». Garbo no era una ermitaña, como se llegó a decir; huyó de los focos, pero no de las personas y había amistades que todavía la frencuentaban en ese retiro voluntario rodeada del arte de Renoir y Kandinski. «Nunca he dicho "quiero estar sola", solo comenté "quiero que me dejen sola". Hay una gran diferencia», aclaró la Esfinge sueca, a quien era habitual ver haciendo la compra, paseando por la calle o incluso compartiendo taxi. Camuflada en el anonimato de la vida, lejos del blanco y negro que la convirtió en una estrella desconocida. Muchos años se lamentó Burt Reynolds, que compartió un taxi con Garbo pero no la reconoció. Al despedirse, el actor de «Boogie Nights» le preguntó a La Divina por su nombre, y ella se lo dijo. Tiempo después, cuando la anécdota ya era casi una leyenda urbana del mundo del espectáculo, Reynolds recibió una carta de Greta Garbo en la que le decía: «Fuiste un tonto». Cuántos más habrán lamentado cruzarse en su camino y no haber reconocido a la Esfinge sueca, protagonizás quizás de una de sus miradas, y si había suerte, quizás de sus escasas sonrisas. Greta Garbo, para los españoles. Por David Felipe Arranz La Garbo, o por mejor decir, Greta Lovissa Gustafsson, causó furor en el imaginario colectivo de la España de finales de los años veinte y a lo largo de los años treinta, tal y como lo atestiguan sus cronistas. Umbral creyó ver en ella una proyección de su propia madre, como se observa en «El hijo de Greta Garbo» (1982): «De entre las mil mujeres anónimas del cine, de entre la filmación del sol a la salida de la fábrica, una había destacado, mi madre o Greta Garbo (qué imposible, para el niño, hacer diferencias), había sido, como en las películas, la que da un paso al frente y le dice dulces y crueles verdades al empresario de camisa abullonada con manguitos de matarife». El escritor César Muñoz Arconada estaba profundamente enamorada de ella y escribió un artículo, «Posesión lírica de Greta Garbo» en «La Gaceta Literaria» de 1928 en estos términos: «Ella —rubia de fuego— distribuyendo tentaciones desde el arambol de la pantalla». Después publicó el volumen Vida de Greta Garbo (1927), biografía que no es biografía, sino una declaración de amor en prosa poética a la actriz sueca. Es el tiempo de los cineclubes con sus correspondientes publicaciones para cinéfilos y admiradores de las grandes estrellas de Hollywood. En mi opinión, ninguna ha sabido encarnar mejor a la heroína de los novelistas románticos y de aquella contemporaneidad, en títulos excepcionales como «Bajo la máscara del placer», «Anna Christie», «Susan Lenox», «Ana Karenina», «La dama de las camelias» o «Maria Waleska». Su mezcla de sensualidad contenida y ardiente entrega en las distancias cortas hicieron furor en el público de la década de los años 30.

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