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Predeterminado ¿Cómo llegó Roma a ser cristiana?

En el siglo IV nadie en Roma hubiera apostado por el cristianismo, que parecía condenado a desaparecer. Sin embargo, no sólo sobrevivió, sino que se hizo más fuerte de la mano de Constantino

El único éxito que importaba en la Roma del siglo IV era el militar: por algo el Imperio se había construido ganando batallas. Pero pronto la religión resultó crucial. Y aunque a priori la doctrina cristiana contradecía la forma de ser romana, ambas acabarían entrelazadas. Así lo prueba que, junto al Coliseo, donde tantos cristianos fueron martirizados, en el Arco de Constantino se leyese que el Emperador logró su triunfo no sólo por sus grandes habilidades militares, sino también porque fue instinctu divinitatis, “inspirado por la divinidad”. No era necesario especificar cuál, pues todos los cristianos sabían a qué deidad aludía el texto. Constantino I fue el vencedor de una cruenta guerra civil que decidiría quién gobernaría el Imperio, pero también qué fe se terminaría profesando en éste. Pero para ello hubo de esperar su momento.

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Fresco en el que se representa la Donación de Constantino, un decreto imperial según el cual el papa Silvestre recibió el derecho de gobernar la ciudad de Roma y sus alrededores. Foto: Album.

Deidades paganas

En el siglo III, con los bárbaros acechando y los rebeldes en Roma, el emperador Aureliano quiso proporcionar un dios único para todo el Imperio, en el que todos pudiesen creer pese a tener sus propios dioses. Escogió al Sol Invictus y, con el principal dios del panteón romano de su lado, se lanzó a unificar el desmembrado y agonizante Imperio. Pero antes de que su esfuerzo pudiera materializarse, fue asesinado.

Uno de sus sucesores, Diocleciano, creó un ejército móvil para defender las vulnerables fronteras. Uno de sus mejores soldados era un joven llamado Constantino, a quien acogió y proporcionó una educación propia de la clase alta. El padre de aquel joven era uno de los cuatro coemperadores que se repartían el Imperio, de modo que teniéndolo junto a él pretendía que su progenitor no se volviese en su contra.

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Losa de mármol fechada a finales del siglo II en la que se representa al Sol Invictus (simbolizado en la corona radiada solar), la Luna y Júpiter Doliqueno. Foto: Album.

Diocleciano estaba convencido de que esa nueva fe que abogaba por el hijo de un nuevo dios haría peligrar sus creencias. Por entonces, los cristianos, que habían sido tolerados durante décadas, eran mucho más numerosos; poseían más edificios y riquezas; los había incluso en la Corte y el ejército. La Iglesia cristiana era una próspera institución en el seno del Imperio y el Emperador la veía como una amenaza. Por ese motivo obligó a los miembros de su Corte y a sus soldados, incluido Constantino, a ofrecer sacrificios a los dioses de Roma, pues creía que la unidad del Imperio se debía a los dioses paganos de Roma. Muchos cristianos se negaron y fueron castigados a morir; muertes que, como soldado del ejército imperial, debió presenciar Constantino, a quien no agradaba en absoluto aquella situación.

Los primero mártires

Diocleciano buscaba acabar con el movimiento cristiano para regresar a los tiempos gloriosos de Roma, cuando imperaba la religión tradicional y sus dioses eran incuestionables. Con tal fin, en el año 303 dictó un edicto conocido como La Gran Persecución, cuyo objetivo era que los cristianos renunciasen oficialmente al cristianismo. En ese contexto se inició la bautizada como “guerra de los mártires”: todos los centros de oración debían ser destruidos; muchos creyentes fueron encarcelados sin derecho a defenderse; se empleó la tortura con quienes oponían resistencia, y cualquiera que proclamase públicamente su fe moriría. Aquel sería el último suspiro de una religión que pronto pasaría a la Historia. O al menos eso pensaba el Emperador.

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La última plegaria de los mártires cristianos, óleo academicista de Jean-Léon Gérôme, del siglo XIX. Foto: Walters Art Museum.

Cuando Diocleciano enfermó, Constantino se llevó una gran sorpresa y desilusión, pues esperaba participar en el plan de sucesión, algo que su mentor no había previsto. ¿Acaso lo veía como una amenaza? Al retirarse Diocleciano, en 305, ya nada lo retenía en Oriente, así que no dudó en huir para reunirse con su padre, el emperador Constancio, que gobernaba en la Galia, Hispania y Britania. Allí fue escalando puestos y cuando murió Constancio sus legiones lo proclamaron emperador en la actual localidad inglesa de York, en julio de 306. Su primer logro como tal fue vencer a los francos. Sabía que si quería mantenerse en el poder había de imponerse a los bárbaros, pero también que el peligro lo acechaba desde el interior y venía del usurpador Majencio, proclamado también emperador pero de forma ilegítima. Constantino hizo un trato con otro coemperador, Licinio, con el fin de derrotarlo y repartirse entre los dos el Imperio. Con tal fin, Constantino se dirigió a Roma, donde se hallaba Majencio.

Como pagano devoto, Majencio centraba su estrategia en las lecturas de las entrañas de animales muertos que hacía su sacerdote, buscando con ello la protección divina. Sumamente preocupado por si debía esperar o enfrentarse a Constantino sin más dilación, buscó consejo en las profecías sibilinas, los libros sagrados en los que los sacerdotes consultaban diversas cuestiones y también en el oráculo. Éste anunció que el enemigo de Roma moriría, y con su ejército marchó al encuentro del adversario del Imperio.

Una guerra entre religiones

A Constantino le preocupaba que sus fuerzas fuesen muy inferiores a las de su enemigo, pero tuvo una visión que le tranquilizó bastante, y era de signo cristiano. En palabras del historiador del siglo IV Eusebio de Cesarea: “Vio en los cielos, ante él, el signo de una cruz luminosa. El Emperador señaló que estaba por encima del Sol y que tenía una inscripción: ‘Con este signo vencerás’”. Según el erudito, lo que vio era una cruz con una especie de letra “P” superpuesta, es decir, el crismón, uno de los símbolos cristianos más antiguos, formado por las dos primeras letras del vocablo Cristo en griego (jri y ro). Una teoría apunta a que lo que de verdad contempló fue un espejismo solar en el que apareció un halo alrededor del sol y parhelios flanqueando el astro y, en su vértice, formando algo parecido al crismón.

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La aparición de la cruz al emperador Constantino, de Luca Giordano. Foto: Album.

Fuera como fuese, ordenó a sus soldados incluir ambas letras en sus escudos, convirtiendo el símbolo del cristianismo en un signo de honor y no de persecución. Adoptó para la batalla el dios cristiano, rechazado y perseguido por anteriores emperadores, y lo convirtió en símbolo de poder. Con esta conversión revolucionó las creencias y transformó el enfrentamiento con Majencio en una guerra entre religiones.

Ambos ejércitos se encontraron en el Puente Milvio, sobre el río Tíber. Pese a su inferioridad numérica, las tropas de Constantino se impusieron. Sin salida, Majencio intentó cruzar a nado el Tíber para alcanzar Roma, pero falleció en el intento. Todo el Imperio occidental, incluida la rica provincia de Italia, era para Constantino, que dejó Oriente para Licinio. Ambos dignatarios iniciaron una política común, sellada con el matrimonio entre Licinio y una hermanastra de Constantino: Constancia.

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La acuarela de Peter Connolly escenifica el enfrentamiento entre Constantino y Majencio sobre el Puente Milvio. Foto: Album.

Los cristianos saquean templos

Aquella victoria probaba que el dios de los cristianos era más poderoso que las divinidades paganas. Así que, sin perder tiempo, Constantino comenzó a emitir disposiciones a favor de la Iglesia y los clérigos católicos. Los cristianos fueron colocados en posiciones de mayor poder, proporcionó reducciones fiscales a miembros del clero y entregó a la Iglesia una enorme cantidad de tierras, el patrocinio de los rituales politeístas y los sacrificios que hasta entonces correspondían al gobierno. Contra todo pronóstico, los perseguidores se convirtieron en los perseguidos y muchos cristianos empezaron a saquear los templos, un acto ilegal al que el gobierno hizo caso omiso.

Si hasta entonces la Iglesia cristiana era una suma de comunidades que no habían acordado una historia única sobre Jesús, una fe tan diversa como el territorio que abarcaba, Constantino le daría poder físico y financiero, y la volvería eficaz y organizada. Algunos de los muchos libros fueron rechazados y los que los obispos de Constantino creían adecuados se transformaron en el Nuevo Testamento. El cristianismo se había hecho más romano en lo referente a su disciplina, su centralización y su facilidad para traspasar fronteras. Sin una estructura, una economía y unas comunicaciones tan fuertes como las del gobierno romano habría sido imposible una religión de tamaño imperial.

Una de las medidas acordadas fue que el cristianismo sería tolerado en todo el Imperio; Licinio, aunque no era cristiano, aceptó detener las persecuciones. Ahora los cristianos podían practicar libremente sus ritos y su fe era compartida por el Emperador. En 313, Constantino y Licinio promulgaron el Edicto de Milán: “Garantizamos libertad a los cristianos y a todo el pueblo para que elijan la religión que deseen, para que sea cual fuere la divinidad que se encuentra en los cielos, permanezca apaciguada y sea favorable a nosotros y a los que están bajo nuestro gobierno”.

Guerra civil romana

Pero los dos emperadores eran ambiciosos y, tras nueve años compartiendo el poder, uno y otro ansiaban el Imperio entero para sí. Su relación fue deteriorándose y el desenlace fue una guerra civil en Roma. En Oriente, los cristianos apoyaron a Constantino, y eso era una gran amenaza para Licinio, pues podían convertirse en una quinta columna, en el enemigo en casa. Por esa razón volvieron las persecuciones, la quema de iglesias y de libros religiosos. La alianza ya era historia.

Las persecuciones sirvieron a Constantino en bandeja la excusa perfecta para enfrentarse a Licinio. A su lado, en el combate, iba su primogénito Crispo. Persiguieron a su antiguo aliado hasta Bizancio y en el año 324 se enfrentaron a él en Crisópolis. Lo vencieron sin problemas, Constantino quedó como único dirigente del Imperio y las legiones orientales se unieron a las occidentales. Pese a los ruegos de Constancia, la esposa de Licinio, Constantino ordenó la ejecución de su cuñado.

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Flavia Julia Constancia fue una emperatriz romana consorte, esposa del emperador Licinio, cuyo matrimonio significó una alianza para su hermano Constantino. Foto: AGE.

Constantino y su hijo Crispo, que pasó a partir de entonces a encargarse del Imperio de Occidente, acordaron fundar una nueva capital cristiana en Oriente, en Bizancio, que llevara su nombre: Constantinopla. Aquel enclave estratégico, a medio camino de las principales fronteras, no tendría nada que ver con las anteriores capitales paganas.

Constantino había logrado la pacificación de sus territorios, pero le quedaba pendiente la pacificación religiosa. Si hasta ese momento las distintas concepciones religiosas entre los cristianos apenas habían tenido repercusión social, la cosa cambió cuando empezó a relacionarse la condición de ciudadano con la pertenencia a una religión, y los disidentes de ésta se convirtieron en una amenaza social. Y más aún cuando surgió una doble controversia en el seno de la Iglesia cristiana de Oriente: sobre la naturaleza de Cristo y sobre quién debía ser el primado de dicha Iglesia oriental.

Desde antaño, los cristianos creían en la Trinidad, adorando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, tres personas en un solo dios. Pero frente a las enseñanzas católico-romanas surgieron varias corrientes heterodoxas: la más conocida de ellas fue el arrianismo, promovido por el presbítero Arrio de Alejandría, discípulo de Luciano de Antioquía, que negaba la divinidad de Cristo. Arrio aseguraba que existía un Dios, el Padre, y que si Cristo fuera igual a él, sería su hermano y no su hijo.

La controversia llegó a tal extremo que Constantino convocó el primer Concilio Ecuménico de la cristiandad en Nicea, en la actual Turquía. Allí, más de 300 obispos habrían de llegar a una conclusión única sobre las creencias. Entre otras cosas, declararon el arrianismo herejía, acordaron que “Cristo es engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre” y establecieron el Credo que aún se reza en las iglesias cristianas de todo el mundo: “Creo en un solo Dios, padre todopoderoso creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible e invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, el único hijo de Dios”.

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El primer Concilio Ecuménico se celebró en el año 325 en Nicea (arriba en un fresco) y fue convocado por Constantino para tratar la controversia arriana. Foto: AGE.

Arrio fue excomulgado y desterrado, se decretó que los escritos arrianos debían ser quemados y quienes los ocultasen, condenados a muerte. Pero en realidad Nicea resultó un fracaso: lejos de apaciguar los enfrentamientos, los agravó. El arrianismo siguió expandiéndose bajo diversas modalidades, sobre todo en Oriente, y Constantino, víctima de las presiones de los obispos de una y otra orientación teológica, cayó en manos de los arrianos. Así, la polémica persistiría a lo largo de los siglos IV y V. Los emperadores Constancio y Valente defendieron el arrianismo, que perviviría entre los godos y otros pueblos germánicos. En Hispania estuvo vigente gracias a suevos y vándalos; los visigodos fueron arrianos hasta que Recaredo se convirtió al catolicismo, en el año 587.

El primer emperador cristiano

Durante su mandato, Constantino también tuvo graves problemas en el ámbito personal. Crispo era hijo de su primera mujer, pero tuvo tres más con la segunda, Fausta. Ésta quería más poder para sus vástagos y Crispo se interponía en su camino, así que propagó una calumnia sobre él, se inventó que su hijastro había intentado seducirla. Constantino quiso creerla y ordenó la ejecución de su primogénito. Sólo la madre del emperador, Elena, pudo convencerlo de su grave error. Fausta pagó la traición con su vida, pero ya era tarde para salvar la de Crispo.

Aquello se convirtió en una pesadísima losa sobre la conciencia de Constantino que, atormentado y como penitencia, pasó el resto de sus días construyendo iglesias: en Jerusalén, en Belén, en Constantinopla, en Roma... Una de las de Roma estaba donde se creía que se hallaba la tumba de San Pedro, un punto de peregrinación que sigue vivo en el siglo XXI: San Pedro del Vaticano.

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Basílica de San Pedro del Vaticano. Foto: iStock.

Esperaba que su devoción borrase sus pecados, pero no pidió ser bautizado hasta que ya era viejo y se sentía enfermo, en el año 337. Ansiaba morir con la conciencia limpia. Desde entonces dejó a un lado su papel de emperador y vivió como un clérigo. Según él mismo escribió, había hallado la paz en la fe: “Sé que he sido bendecido. Ahora soy merecedor de la vida inmortal, pues he recibido la luz divina”. Murió ese mismo año, en mayo.

Con Constantino el Grande, los cristianos dejaron de ser excluidos de los altos cargos y de los espacios sagrados. Con él, ser cristiano pasó a ser una ventaja desde el punto de vista social y el cristianismo dejó de ser un oscuro culto oriental. La misma Roma emergía a una nueva vida cristiana. Por fin, Estado e Iglesia se habían fusionado. La extraordinaria difusión del cristianismo y su vinculación al poder son fruto en gran parte del decidido apoyo jurídico y político que le dio este emperador.

Constantino ha pasado asimismo a la Historia como el emperador que terminó con la tetrarquía, el sistema de gobierno creado por su antecesor, Diocleciano; pero, sobre todo, como el primer emperador cristiano. Como consecuencia de sus medidas, en muy poco tiempo el cristianismo se convirtió en la religión más poderosa del Imperio más poderoso.

muyinteresante.es / Laura Manzanera, Verificado por Juan Castroviejo. Doctor en Humanidades 10 junio 2024
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