Christopher Plummer: el último monarca del cine

[Amaya]

Este majestuoso canadiense que parecía haber nacido en el Reino Unido vino al mundo con unas dotes naturales para la interpretación, si bien pasó de ser un actor de intensidades a ser un gran actor, de lustroso miembro en grandes repartos a protagonista genial en sus últimas películas y al que reyes, emperadores y otras dignidades se le dieron siempre muy bien. Christopher Plummer dijo en una ocasión que trabajar con Julie Andrews en «Sonrisas y lágrimas» –que nunca le gustó demasiado– era como te tiraran a la cabeza una tarjeta de San Valentín cada día, aunque en realidad con quien coqueteó fue con Charmian Carr, que se había enamorado de él durante el rodaje de la mítica película: la cosa no pasó de un flirteo entre bambalinas. El actor sobrellevaba con pesar el haber rechazado protagonizar Ipcress en la piel de Harry Palmer –que luego hizo Michael Caine– y elegir en cambio el filme musical en su lugar, tras la insistencia de Robert Wise. Lo cierto es que antes que en él la Fox pensó en Richard Burton, Peter Finch, Sean Connery, Yul Brynner o Maximilian Schell –con el que trabajó en Atentado en Sarajevo– para encarnar al atribulado y antinazi austriaco de familia numerosa. Andrews aseguró con respecto a la cinta de Wise que el cinismo y la arrogancia de Plummer, que se adentró en las montañas de Salzburgo en busca de gastronomía, alcohol y las huellas del auténtico capitán Georg Von Trapp, alejó la película entera de los caminos de la cursilería más sentimental. Lo cierto es que la película dio mucho de sí durante el rodaje: Plummer veía en Andrews más a una actriz de la factoría Disney que a una talentosa intérprete, apreciación que hacia el final del rodaje modificó radicalmente, mientras que Eleanor Parker no perdió el tiempo y se enamoró de un cámara, «una historia mucho más romántica que la que contaba la propia película», según contaba el actor. En 1969 acabaron las correrías y juergas dipsómanas del Plummer disoluto con colegas británicos como Richard Harris y Michael Caine, y sentó la cabeza hasta el día de su muerte con la actriz Elaine Taylor. Como cuenta en sus jugosas memorias, In spyte of Myself, ella se convirtió en el eje de una vida que había transcurrido hasta entonces muy «a su pesar»: le prohibió la bebida y le ofreció un hogar, limando paulatinamente todas las asperezas de carácter que ya habían comprobado cineastas como Terence Young –«Triple Cross» (1966)–, Philip Saville –«Edipo Rey» (1968)– o Ralph Tomas –«Nadie huye eternamente» (1968)–. Pasó de difícil a fácil a lo largo de medio siglo conyugal gracias a esta inteligente mujer. Fue un galán sutil, carismático, camaleónico y de sosegadas implosiones que dio vida a todos los papeles imaginables. Plummer hizo planisferio celeste del cine de la segunda mitad del siglo XX y el primer tercio de este: de conservador de la fauna y la flora de los Everglades en «Muerte en los pantanos» (1958) a un impresionante emperador Cómodo en «La caída del imperio romano» (1964), pasando por uno de los mejores Sherlock Holmes del celuloide en «Asesinato por decreto» (1979), el mismísimo emperador inca Atahualpa en «La caza real del Sol» (1969), el inolvidable Mike Wallace en «El dilema» (1999) o su impresionante León Tolstói de «La última estación» (2009). La del káiser Guillermo II a las órdenes de David Leveaux en «El último beso del káiser» (2016) es una muestra de hasta qué punto el prodigioso talento de un viejo actor salva una película.En él Sidney Lumet, Nicholas Ray, Robert Mulligan, John Huston o Mike Nichols vieron al hombre poderoso en el que detenerse y contar una buena historia. Ganó un Oscar, dos Tonys y dos Emmys, y debemos entender que su ascendencia nobiliaria –era el nieto del tercer primer ministro de Canadá John Abbott– afloró en su carácter. Su capacidad adaptativa lo llevó a triunfar en los escenarios de Londres, Nueva York y Ottawa, en cuyos escenarios siempre ofreció impresionantes recitales interpretativos, como el del musical de Broadway Cyrano de Bergerac, uno de los más recordados y por el que obtuvo el Tony de 1974, junto a su aclamado Lucifer en J.B. de Archibald MacLeish, en 1959, en el neoyorquino Anta Theatre, junto a Raymond Massey y James Daly, en la versión de Elia Kazan. Ha sido tanto en nuestra cinefilia, que había devenido en amigo, en un poeta del cine y en un representante de la monarquía de la gran pantalla, un superviviente que se había hecho más grandioso que el propio cine. Al infatigable Plummer la muerte lo pilló trabajando y bajo la forma de un golpe en la cabeza, en un accidente doméstico: estaba preparando una adaptación de Des McAnuff sobre El rey Lear; ahora nos lo tendremos que imaginar, pero con el impresionante regalo que nos dio de su vida consagrada a la escena, no nos costará mucho. La saga continúa porque deja tras de sí a una hija, la ya olvidada Amanda Plummer, también actriz, si bien fagocitada por la inmensa sombra de su apellido y la ausencia del padre: tal vez la asignatura pendiente de este canadiense universal que el viernes pasado ascendió a los cielos.

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