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Burning Viva el Rey (Stephen King)

Toda lectura, en general toda interacción con una obra ajena, es una conversación entre lo que el autor propone y la manera en la que tú mezclas eso con tus experiencias propias o sacadas de otras obras. Por eso suelen ser tan vacuas las discusiones sobre si una obra es buena o mala, porque, aunque sea el mismo libro del que se hable, el resultado final en la contienda dialéctica son dos libros diferentes, ambos han pasado por un colador de rasura diferente y, por lo tanto, la papilla ha salido de textura distinta. En mi caso, con los libros de King, tengo una relación que, sin forzar el símil, podría clasificarse de sobrenatural. Si una posesión obliga a tu cuerpo a hacer y decir cosas que, en tu estado no poseso, jamás se te ocurrirían, en mí, King, y sólo unos pocos más, ejerce un poder que me asusta más que el propio contenido de sus libros. Voy a tratar de explicarme: Ya sé que todos hablamos con el libro que estamos leyendo, pero yo, y supongo que algunos de los que me estén leyendo, traspaso una barrera física con algunos libros y, he ido descubriendo, con algunos autores. No me limito a tener una conversación mental, les hablo de verdad, en algo, con la garganta y los labios. Son libros que me convierten, de manera involuntaria, en una abuela hablando con los actores de su telenovela favorita gritándoles, como hacía la mía: «Si os dejaseis de tontás y os besaseis nos ahorrábamos todos un montón de capítulos y podríamos estar a otras cosas». Y eso me ocurre con King, sus novelas, de manera constante, logran en mí ese tipo de absorción, que pocas veces se logra, de llegar a decir en voz alta «No hagáis eso», «Espero que no» o, mi frase más repetida cuando le leo: «Qué cabrón». Porque hay algo en la manera de escribir de King que quintaesencia la complejidad de lo aparentemente simple. Ni siquiera tiene que ver con sus historias, que las hay mejores o peores, ni con sus finales, que no suelen ser los mejores. Tiene que ver con el órden en el que coloca la información, y, para más misterio, en el orden en el que coloca las palabras en cada frase, en cómo adjetiva, en cuanto tardan o no en llegar los puntos seguidos, en dónde ha decidido poner los puntos finales. Cuando escucho las variaciones Goldberg de Glenn Gould, a pesar de este trapo de limpiar cobre que me ha sido dado por tímpanos, soy capaz de entender que hay una belleza en esas grabaciones que excede la propia belleza de la obra de Bach. Su intérprete ha cogido las notas que estaban ahí (como las palabras, como las historias) y dotarlas del ritmo, de la cadencia y, a riesgo de parecer cursi, de eso intangible que es el sentimiento para convertirlas, con su manera, en algo aparentemente inaudito a pesar de sus siglos de existencia. Las historias que cuenta King son las mismas que se llevan contando hace siglos: Fantasmas, posesiones, casas o coches encantados, pesadillas nebulosas y nieblas demoniacas, nada nuevo y, sin embargo, todo completamente diferente. Igual que puedes escuchar a Bach en su versión de ascensor, respetando cada nota y no sentir otra cosa que esa calma chicha de sala de espera de dentista, puedes leer historias de niñas con telequinesis, hoteles embrujados, perros poseídos o presos desesperanzados en muchos libros sin superar la sensación de literatura de aeropuerto. Una sensación que, con los libros de King, ha desaparecido en las primeras líneas porque enseguida nos deja claro que detrás hay un genio de algo más que contar historias, un genio de interpretar las palabras. No hace falta que les diga que las novelas de King se sientan en mi hombro «mientras escribo» y que, cual Billy Wilder, tengo mentalmente un cartel en cada línea que produzco que se pregunta «¿Cómo lo habría hecho King?» Y espero, que después de leer esto, entiendan que mi frase más repetida en alto mientras le leo sea: «Qué cabron».

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