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Josep Maria Bartomeu se le adivinó tras su mascarilla un rostro serio como un dolor de tripas al subirse al autobús que lo transportó ayer al aeropuerto de Lisboa. Mucho más resiliente de lo que su predisposición afable trasluce, el presidente del Barça se ha quedado desnudo. Todas sus apuestas han fallado con estrépito. El cambio de entrenador de enero para reanimar al equipo se ha tornado una vacuna inservible. La dirección deportiva ha variado de capitán con pertinaz insistencia y el iceberg siempre ha acabado por aparecer. Los fichajes estratégicos han sido fortunas arrojadas a un barril en llamas. Y los futbolistas que un día fueron venerados mundialmente y renovados con contratos onerosos capitularon sin asomo de amor propio en Lisboa.
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