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Predeterminado Así fue la desdichada vida de Vincent Van Gogh

Los fracasos amorosos y laborales, unidos a su cada vez más deteriorada salud y sus persistentes episodios depresivos, forjaron el carácter de Vincent Van Gogh que acabaría plasmando en su pintura

Fue casualidad, una casualidad macabra, pero el destino quiso que Vincent Willem van Gogh naciera en Groot-Zunder, en el Bravante holandés, un 30 de marzo de 1853, el mismo día que un año antes lo había hecho, pero muerto, su hermano mayor. Una coincidencia que sus padres subrayaron con la decisión de ponerle el mismo nombre que habían elegido para su difunto primogénito.

Así, con esa carga que llevaría para siempre, Vincent Willem van Gogh pasó los primeros años de su vida en el seno de una familia normal y corriente. Pelirrojo, de ojos azules y cara pecosa, su aspecto denotó desde niño una extraña melancolía que nunca pasó desapercibida. Ni siquiera cuando disfrutaba coleccionando insectos y nidos de pájaros vacíos en su más tierna infancia. Ese afán por descubrir la naturaleza contribuyó a su intensa percepción visual, y ambas cosas hicieron que el dibujo fuera un interés potente para él desde siempre. Otro de sus grandes intereses llegó a su vida cuando tan solo tenía ocho años. Fue entonces cuando empezó a acudir a la escuela parroquial y cuando comenzó a interesarse por los pobres y los perseguidos. Colectivos por los que siempre se inquietó, a los que siempre quiso cuidar y de los que siempre se documentó gracias a su insaciable sed de lectura y por las obras sobre los marginados como La cabaña del Tío Tom.

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En la huerta, 1883. Uno de los primeros dibujos de Van Gogh sobre trabajadores. Foto: ASC.

Primer empleo y primer desamor

Tras estudiar en un colegio protestante situado a 15 millas de Zevenbergen, los padres de Van Gogh decidieron que –tenía 16 años– tendría que continuar en La Haya, donde podría ganarse la vida gracias a un empleo que le había conseguido su tío Cent (Vincent). Fue así como se incorporó a las filas de Goupil & Cie como marchante de arte.

Pronto se vería, sin embargo, que las reglas para Van Gogh estaban hechas para saltárselas y no para cumplirlas. En las cartas que en esa época empezó a escribir a su hermano Theo, queda plasmado su desacuerdo con la forma y con el fondo de aquel empleo. Aun así, y gracias al respaldo familiar, Van Gogh tuvo la oportunidad de unirse a la sucursal de Goupil en Londres. Tenía 20 años.

Fue allí donde Vincent, que ya daba muestras de su excentricidad por cómo iba vestido, se enamoró de la ciudad, de su arte y de una primera mujer. Se trataba de Eugénie, la hija de la familia en cuya casa se alojaba. Aquel amor no fue correspondido y Van Gogh supo lo que era sufrir el rechazo en primera persona. Sería la primera vez, pero no la última.

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Vistas desde el estudio en invierno (1883), técnica mixta. Una de sus primeras obras. Foto: ASC.

Tras una experiencia de un año en Londres, Goupil & Cie lo trasladó a su sucursal de París, pero al igual que en las anteriores sedes su espíritu inquieto no encontró calma. Tras pasar varios meses muy concentrado en la lectura de la Biblia y tras criticar las mercancías de Goupil delante incluso de los clientes, sus patronos comenzaron a enojarse. Su puesto pendía de un hilo y ya no había marcha atrás.

Lo aguantó un par de años más hasta que en abril de 1876 fue despedido. Tenía 23 años y, aunque hacía dibujos y grabados, visitaba museos y admiraba la escuela de Barbizon, aún no había descubierto a los impresionistas.

Fracasos laborales

Con el fin de ganarse la vida y dar rienda suelta a su fervor religioso, trabajó a sueldo de un pastor metodista en el barrio londinense de Isleworth, donde se encomendó a la tarea de visitar a los pobres y enfermos. Si bien aquella experiencia alimentó su espíritu, con ella no encontró el equilibrio que buscaba y decidió volver a Holanda para trabajar en otro empleo que le había conseguido, de nuevo, su tío Cent. Esta vez era en Dordrecht, en una librería, donde su familia pensó que se esforzaría dado su amor por la lectura. Se equivocaban. En lugar de desempeñar con ahínco su trabajo, Van Gogh decidió consagrar su tiempo a sus dibujos y a traducir la Biblia al holandés, al inglés, al francés y al alemán simultáneamente. Una excentricidad que le volvió a pasar factura.

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Paseo por Tarascón, dibujo de Van Gogh. Foto: ASC.

Tras abandonar aquel empleo, dirigió sus pasos hacia Ámsterdam con el fin de estudiar Teología. Corría el año 1877. Faltaban menos de 13 años para su muerte, pero aún no había decidido consagrar su vida al arte. Aunque esta vez sí puso empeño en sacar adelante sus estudios, golpeándose incluso cuando le fallaba su concentración, el latín y el griego se le resistieron y un año después abandonó. Y lo hizo con la intención de hacerse misionero, pero también fracasó en ello.

Aquella acumulación de fracasos no hizo ningún bien al alma inquieta de Van Gogh, quien ya había empezado a estudiar la obra de Rembrandt, y quien fue autorizado, sin embargo, a ir a la región minera del Borinage, al sur de Bélgica. Allí, además de trabajar como evangelista dando clases sobre la Sagrada Escritura y visitar a los pobres, pudo inspirarse en los paisajes que lo rodeaban. Paisajes en los que no faltaban ni gigantescas escombreras ni minas a cielo abierto.

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Los portadores de la carga, uno de los muchos dibujos que realizó sobre la vida de los mineros (1881). Foto: AGE.

Esa experiencia hizo que diera una vuelta de tuerca al abandono de su estado físico, viviendo solo en una choza y alimentándose de pan y agua. Pese a su dedicación y entrega, cuando terminó el período de prueba fue despedido. Para entonces, ya se había puesto a estudiar dibujo y a copiar grabados de Millet. Era agosto de 1880 y le quedaban menos de diez años de vida para completar la enorme tarea que se había fijado.

Amor y pasión

Tras encadenar fracaso tras fracaso en el mundo laboral, Vincent van Gogh decidió ser artista. Tenía 27 años. Para ello, en octubre de 1880, se trasladó a Bruselas, para estudiar en la Academia de Bellas Artes. En aquella época, Van Gogh ya vivía del dinero que le daba su hermano Theo. Un dinero que se gastaba en pagar su alojamiento, una taza de café tres veces al día y un trozo de pan diario.

Tras llenar su cerebro y espíritu de arte y teorías artísticas, gracias a diferentes encuentros como con G.A. Ridder van Rappard, un adinerado joven que estudiaba arte en Bruselas, decidió volver a su tierra natal y refugiarse en el domicilio familiar.

Cuando llegó a su casa, sus padres fueron testigos de cómo se había vuelto aún más excéntrico. Ahora vestía con una camisa azul, como la de la gente trabajadora, y le gustaba pasar tiempo en los campos viendo cómo los campesinos trabajaban. Nadie lo sospechaba, probablemente ni él, pero de aquel período surgieron muchas de sus obras de arte.

A aquel ‘amor’, Van Gogh uniría pronto uno nuevo: el que sentiría por Kee Vos, una prima suya, viuda y madre de un hijo de cuatro años. Pese a su profundo enamoramiento, Van Gogh fue de nuevo rechazado. “El amor es algo tan verdadero, tan fuerte, tan real, que es imposible para el que ama retroceder en sus sentimientos, al igual que lo es retroceder en la propia vida”, escribió por entonces a Theo. De ahí que intentara conquistarla por todos los medios y a toda costa, en contra de ambas familias y ella misma. Tras sufrir aquello, Vincent se marchó de nuevo a La Haya en busca de arte y… de amor. “No puedo, no me es posible vivir sin amor. Soy un hombre, y un hombre con pasiones. Tengo que encontrar una mujer, de lo contrario me helaré y me convertiré en piedra”, escribió a su hermano Theo.

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Cansado, dibujo (1881). En sus inicios, gran parte de sus modelos fueron los ancianos de un asilo. Foto: ASC.

Pasión y arte

Así fue como encontró a una prostituta de 32 años, que estaba embarazada y ya era madre de una hija de 11 años. Aquella mujer se llamaba Clasine Maria Hoornik, pero él la llamó Sien. Aquella mujer, a la que se empeñó en cuidar y proteger, fue el principio del fin de una de las pasiones de Van Gogh: la religión. No solo eso. Las críticas que empezó a proferir hacia la iglesia hicieron que su padre –pastor protestante– se enfrentara con él y que él mismo centrara todas sus energías espirituales en una nueva y resistente pasión: la pintura.

Una pasión que compaginó con la que sentía por Sien. Pasiones que no le salieron gratis. Si en lo referente a su salud Van Gogh tuvo que ingresar en un hospital por gonorrea, en aquella época su economía se reducía a los 150 francos que su hermano Theo le hacía llegar cada mes, con los que sostenía a una familia de cuatro personas (Sien, su hija mayor, su bebé y él mismo), y con los que pagaba el alquiler, sus materiales y sus modelos. Imposible. Las cuentas no salían y lo único que podía hacer era, de nuevo, descuidar su salud y su alimentación.

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Sien embarazada acompañada por una mujer (1882). Foto: Alamy.

Así decidió marcharse al norte de Holanda, concretamente a la ciudad de Drenthe, y abandonar a Sien, quien volvería a ejercer la prostitución y sería encontrada ahogada en 1904. En Drenthe, pese a la brevedad de su estancia, pudo recomponerse de su último fracaso mientras su arte se vería impregnado de campos de turba, de casitas de adobe y de largos canales. Aquellos paisajes también serían testigos de cómo Van Gogh retomó la relación con sus padres, con quienes llevaba dos años enfadado, para volver de nuevo al domicilio familiar, aunque esta vez en Etten, al sur de Holanda.

Color y depresión

Después de pasar dos años en Nuenen, cuya época sería muy productiva para su arte, y tras ocuparse de su madre, que había sufrido una rotura de fémur, Van Gogh alquiló una habitación que más que como tal usó de estudio. En línea con sus excentricidades, rechazó alimentarse de forma adecuada y dio rienda suelta a un estilo de vida ascético por el que rechazaba todas las comodidades. Pese a esa excentricidad, Van Gogh llamó poderosamente la atención de Margot Begemann, una cuarentona amiga de su madre que se enamoró de él de forma obsesiva y a la que él definiría como “pasada de moda”.

De nuevo el amor se equivocaba con Van Gogh, quien en aquel momento mantenía su particular idilio con las teorías de Delacroix y el color. Para él, los colores eran aliados, al igual que la música. De ahí que tomase lecciones de piano. Pese a la armonía de ambas artes, las crisis depresivas ya no solo le rondaban, sino que le atacaban con fuerza. Fue entonces cuando decidió de nuevo marcharse de Holanda. Nunca volvería.

En su ruta hacia el sur, se detuvo en Amberes, donde el arte japonés, que ya había entrado en Europa, estaba de moda. Como de costumbre, se centró en su estudio en detrimento de su bienestar físico. Su salud iba de mal en peor. Vivía de pan y leche, además de porque no podía pagarse mucho más, porque sus dientes estaban demasiado cariados para poder masticar otras cosas (terminó por usar una dentadura de madera). Fumaba en pipa para mitigar el hambre, lo que le hacía toser violentamente, y padecía sífilis. Pese a su decadencia física, no desfallecía en su intento de vivir por y para el arte, y fue así como siguió hasta París. Allí, en 1886, en el aire flotaba un nuevo espíritu artístico. París no solo alteró su técnica sino que también contribuyó, y no poco, al empeoramiento de su físico. Bebía en exceso absenta y vino peleón. Aquel carrusel parisino, pese a su intensidad, acabó en 1888 cuando decidió seguir dirigiéndose hacia el sur y quedarse, esta vez, en el Midi. Un sur lleno de color, sol y pasión.

muyinteresante.es / Publicado por Gema Boiza. Periodista. Verificado por Juan Castroviejo. Doctor en Humanidades
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