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Burning Ana Iris Simón: «Nos creemos que somos clase media por tener Netflix»

Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991) es la nieta de dos Españas que se desvanecen. La de sus abuelos maternos, feriantes, con los que recorría el país en los veranos de su infancia, cuando el carrusel era la vanguardia y no estábamos todos mareados de dar tantas vueltas. Cuando lo pintoresco aún no era un filtro de Instagram. La otra es la de su familia paterna, claro, un país de campesinos, comidas multitudinarias y certezas nacidas de la tierra, como el humor. Con esos dos mundos esta escritora ha armado un libro pintoresco –«Feria» (Círculo de Tiza)–, en el que rescata sus recuerdos del olvido, consciente de que solo «seguimos vivos en las historias que nos contamos», y de que hay un valor intrínseco en lo que nos ha precedido, sobre todo cuando lo comparamos con lo que tenemos: treinta años, un piso compartido en el centro de Madrid y demasiadas horas quemadas en Netflix. Simón, que ha terminado saliendo de la capital, aprovechando la pandemia, cuestiona el presente desde las raíces, y se pregunta una y otra vez si nuestra vida es mejor que la de nuestros padres, y si el progreso que nos vendieron no fue, en el fondo, una engañifa. Lo hace, además, haciendo gala de una voz en la que los neologismos de Malasaña chocan con el lirismo manchego, dando como resultado un texto que brilla y deslumbra. También seguimos vivos en las palabras. —Desde la intimidad, desde lo personal, el libro funciona casi como el retrato de una generación frustrada, que a pesar de tener muchos estudios y haber ido en masa a las ciudades no vive mejor que sus padres. —Mi padre nació en una casa que no tenía baño y se iban a la letrina. Eran siete hermanos. Y nació en 1968, no en 1930. Obviamente nosotros hemos vivido mejor, pero mi padre vivió un periodo económico ascendente, en el que el horizonte mostraba que todo iba a mejor. Tuvo un baño, después tuvo una casa con dos baños y después su hija pudo ir a la universidad. Nosotros en el horizonte no vemos nada. No vemos mejoría, todo lo contrario. —¿El progreso era tener Netflix, HBO, Spotify y tener que compartir piso con treinta años? —Creemos que vivimos mejor por tener libros de Taschen, por poder irnos de vacaciones en Easy Jet por cuatro duros a un país en el que nos va a servir gente con salarios de cuatro duros al que ni siquiera nos apetecía mucho ir pero bueno, es lo que hay que hacer. O tener acceso a un montón de cultura y casi la obligación de consumirla. Daniel Bernabé tiene un término que acuña en «La trampa de la diversidad» que creo que es maravilloso: la clase media aspiracional. Todos nos creemos que somos clase media por tener Netflix y poder viajar aunque compartamos piso con cinco. —También critica el ocio desmedido como sinónimo de progreso. Como si el bienestar solo fuera beber hasta el amanecer. —Eso tiene que ver mucho con los ochenta. ¿Qué era el progreso en España? ¿Qué decía Tierno Galván? «El que no esté colocado que se coloque… ¡y al loro!» Y luego hablamos del populismo ahora. Joder, eso es peligroso, es nocivo. Ahora se habla mucho desde la izquierda de la plaga que son las casas de apuestas en los barrios obreros. Ya, mira, pero la farlopa y el alcohol son otra plaga y nadie se atreve a hablar de ellas. Yo conozco más casos de alcoholismo que de cáncer en gente cercana. —A veces da la sensación de que hemos romantizado la tristeza, el orfidal, la depresión, la ansiedad. —Una de las cosas con las que hemos roto, y menos mal, es con el estigma la salud mental, que esté mal ir al psicólogo. Era necesario. Pero nos hemos pasado de rosca, de frenada, hemos romantizado la enfermedad mental. Hay un libro, «Elogio de la víctima», de Daniele Giglioli, que habla de esto, de cómo se promueve que nos enamoremos nuestros propios males, de nuestros propios problemas. —«Feria» es, de alguna forma una reivindicación de la familia, toda una rareza hoy. —Hoy vemos la familia como una carga, nos han hecho ver la familia como una carga. Porque claro, si tienes que cuidar a tu padre viejo no te puedes ir a vivir a ochocientos kilómetros, no puedes irte a vivir a Australia. Si tienes hijos no puedes hacer nada de eso tampoco. Nos hacen ver la familia como algo que solo ha de hacerse cuando se ha hecho todo lo anterior, que parece que es muy importante: irse a festivales, viajar a Tailandia y quedar por Tinder con ochocientas personas. Y solo entonces tener familia. Hemos abrazado acríticamente un modelo socioeconómico que nos lleva a esto. —Con la pandemia hemos visto las consecuencias terribles de abandonar a nuestros mayores, ese fracaso social. —La generación anterior crecía sabiendo que iba a tener que cuidar de sus padres, igual que nuestros padres cuidan de nosotros. ¿Podemos empezar a mirar el fracaso social que supone tener a los niños aparcados y a los viejos también? Porque no producen, solo gastan del Estado, entonces a nadie le importan. Al sistema no le importan, y parece cada vez más que a nosotros menos. Si esto era el progreso igual hay que dar dos pasos para atrás. —También hay en «Feria» una defensa de la maternidad, o por lo menos un replanteamiento de cómo la vemos hoy. —En tanto que mujer, la idea de tener hijos joven ahora es casi un estigma. Cuando una mujer se queda embarazada pronto, si no es María Pombo, si es la chavala de mi barrio de veinte años que trabaja en el Mercadona, dices: «Qué vida más triste». Sin embargo, la mujer que está con treinta y algo está compartiendo piso y trabajando precariamente en una agencia de publicidad es una mujer empoderada que ha hecho su vida, que queda cada semana en Tinder con un tío en nombre de su libertad sexual. Y a lo mejor está yendo al psicólogo y necesita más ayuda y pastillas para dormir. O no. Pero es innegable que hemos sustituido un paradigma por otro. A mí me hace mucha gracia «Sexo en Nueva York», y la generación de mujeres que creció viendo está serie. Eran cuatro mujeres ricas, alcohólicas, con un montón de problemas psicológicos, con unos problemas de apego emocional brutales. Ya me gustaría ver con sesenta años cómo acabaron esas señoras. —Elogia, además, masculinidad de su padre, de su abuelo. —Yo critico la tontería, el tragarnos el discurso de las revistas de tendencias. El abrazo acrítico de la nueva masculinidad. Yo no sé si has tenido muy mala suerte con tu padre, con tu abuelo, con tus tíos, pero yo no, y reivindico su masculinidad. Hay cosas que hay que impugnar, obviamente, ¿pero podemos decir que otras funcionan y que están bien? No pasa nada. —A veces parece que se intentan controlar las costumbres desde arriba. Como si eso fuera posible. —El otro día, un diputado de la asamblea de Madrid, con toda la intención seguramente, y con toda la intención de salir en redes sociales, hablaba de un desfalco del PP y decía algo así como «señores del Partido Popular, con este dinero se podían haber comprado nosecuantos Satisfier y nosecuantas entradas para conciertos de Bad Gyal». Están los ERTE sin pagar, el Ingreso Mínimo Vital que ya no llega, las familias que no llegan a fin de mes, ¿y usted está diciendo en la Asamblea de Madrid que compren Satisfier y vayan a conciertos de Bad Gyal? A mí me molesta mucho que reduzcamos la clase obrera desde la política. Que definamos lo que es el pueblo de una manera tan burda y zafia. —¿Qué rescataría de la España de sus abuelos para este mundo loco? —Pablo Und Destruktion, que prologa el libro, tiene una canción, «Gijón», que dice: «No me convenceréis, yo lo vi de pequeño / eso era libertad, lo de ahora aburrimiento». Yo rescataría eso, que no todo fuese tan cansado como es ahora. También el valor de las comunidades. Y la ausencia de ciertos prejuicios y tabúes que ahora tenemos. —¿Tenemos más prejuicios hoy? —Tenemos diferentes prejuicios. Por ejemplo, no concebir al contrario como un interlocutor válido. Eso no deja de ser un prejuicio. El que votaba al PP y hoy vota a Vox no era ayer una persona normal «neocón» y hoy un fascista. Es la misma persona, exactamente. Ni era ayer una persona normal y decente y hoy un peligroso homófobo. Igual que el que votaba ayer a Izquierda Unida y hoy vota a Podemos no es un peligroso socialcomunista. Vemos la maldad, casi al demonio, en el otro. —Le cito: «Si todo es fascismo –y parece que así es– nada lo es». —A mí me llevan los demonios cuando mi propio padre habla de fascistas. Le digo: «Papá, fascistas fueron los que llevaron a tu abuelo al exilio y a la cárcel». Lo de ahora es lo que ayer llamaban «neocones». Son exactamente los mismos. Ni Podemos era comunista en 2015 ni Vox es fascista en 2020. Se azuzan los dos por interés propio, y mientras no lo sepamos ver el problema lo tenemos nosotros. La dialéctica de los de arriba y los de abajo que había, y que consiguió que existiera el 15-M, se ha roto. Y se ha roto, en parte, por los protagonistas de ese movimiento. —¿Nuestro gran pecado es el adanismo? Hay un ejemplo tronchante en el libro: ahora llamamos «iniciativa vecinal para tejer redes de cuidados» a lo que antes se llamaba salir a tomar el fresco. —Por no admitir que no hemos copiado, que no hay nada nuevo, pues decimos que eso se llama «iniciativa vecinal para tejer redes de cuidados». Hay una desnaturalización a base de explicitarlo todo. El pecado mayor de nuestra generación, el más luciferino de todos, es la soberbia. Esa soberbia del hombre moderno de desafiar a Dios y pensar que él está por encima de todo, y de tratar de subvertirlo todo porque se se cree que él es más listo que todos los anteriores. De pensar que es mejor que lo que ha venido antes solo por venir después.

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