En plena era de los blockbusters, las secuelas y las adaptaciones, cuando la oferta audiovisual se parece cada día más, conviene recordar viejas obras maestras del séptimo arte. Los andares de John Wayne, siempre preparado para desenfundar su pistola a las órdenes del genio del parche, la cara con ángel de Audrey Hepburn paseando por la Ciudad Eterna colgada del brazo de Gregory Peck o el asesinato más cruel de Alfred Hitchcock. Vacaciones en RomaWilliam Wyler teje como nadie la intrahistoria romántica de una princesa que ansía libertad y un periodista que precisa admiración sincera. Ninguno se busca pero ambos se quieren. La sencilla elegancia del blanco y negro del filme, el carisma de Gregory Peck y la dulzura de una casi novata Audrey Hepburn anticipan el más cruel de los desenlaces, el agridulce sinsentido de la despedida que nunca debió existir, del amor que solo conviene recordar, la aventura imposible de compartir, la nostalgia que anhelar mirando hacia un pasado que se cruzó por pura casualidad. Que la trama se desarrolle en la Ciudad Eterna no es casual, como tampoco lo es el inicio de la rebeldía de la princesa, aletargada por las drogas al principio, salvajemente despierta al final, alegoría plástica del devenir de una capital imperial, vieja loba con piel de monumento, historia viva en ruinosos vestigios. Pocas cosas hace el cine mejor que evocar la magia del pasado, de esa Roma donde despierta el corazón de una princesa interpretada por otra, una joven actriz que siempre fue una niña escondida detrás de unos ojos de cervatillo curioso con gráciles andares. Nada más descorazonador que ese final, volviendo la cabeza donde el amante ya no está, una licencia de Hollywood con esa realidad de la que procura escapar siempre que tiene oportunidad.Disponible para alquiler en Rakuten TV. La diligenciaJohn Ford convirtió una película sin pretensiones en una magistral lección de cine, y aumentó el caché del wéstern. En la diligencia de Ford sonaban los disparos pero no había diferencia entre la tez de Claire Trevor y la de los pieles rojas. Pudo darle sonido al filme pero no color, porque el productor Walter Wagner le acortó el presupuesto, pero le bastó fijarse en un cuento de la revista Colliers («Stage to Lordsburg») que leía su hijo adolescente para recobrar el esplendor de ese género de vocación popular que no tocaba desde hacía más de una década.La diligencia de Ford viajaba de un pueblo de Arizona a Nuevo México, y en ella cabían todo tipo de individuos, una microsociedad que reflejaba los males de los «buenos» y la bondad de los «malos». Para la historia queda ese don del cineasta para trastocar las normas genéricas del wéstern y su modélica presentación de personajes: desde el conductor al alguacil, un reverendo falso, un médico borracho, la embarazada esposa de un capitán de la caballería, un jugador, un desagradable banquero y una prostituta que no era tal, pues la censura impidió pronunciar cualquier «referencia específica» al hecho de que lo fuera.La diligencia no colgó el cartel de completo hasta que sonó un disparo de rifle y Buck exclamó: –«Ey, mira, es Ringo». Travelling avanti mediante, se sube en la primera parada de esa diligencia que atraviesa el peligroso territorio apache el prófugo Ringo Kid, ese por entonces venido a menos John Wayne que, antes de convertirse en el máximo exponente del género, las pasó canutas a las órdenes de Ford, con el que terminó haciendo 24 películas. Aunque tenía claro que ese actor curtido en wésterns de serie B era su protagonista, hizo que cobrara 3.700 dólares, la mitad que Claire Trevor (la protagonista femenina), y cuando podía, le atizaba. Durante una prueba de cámara con Trevor, Ford agarró a Wayne por la barbilla y le sacudió. «¿Qué estás haciendo con tu boca?», le gritó. «¿Por qué mueves tanto la boca? ¿No sabes que en el cine no se actúa con la boca? ¡Se actúa con los ojos!».Disponible en Filmin.PsicosisHay reglas no escritas que hacen que las cosas perduren en el tiempo. Pero también genios capaces de pervertirlas y salirse con la suya. Aunque una persona no tarda más de un día en morir en Hollywood, en «Psicosis» Janet Leigh exhaló su último aliento durante una semana. Lo hizo en una ducha, en el Motel Bates. En lugar de correr la sangre, se derramó sirope de la marca Hershey y el sonido de las macabras puñaladas no es un sádico director británico desgarrando el abdomen de una estrella americana, sino el de un cuchillo hundiéndose en un melón mexicano llamado Casaba.Pero no fue el cuchillo de Norman el que mató a una de las grandes actrices de los sesenta, sino la precisión milimétrica de ese genio cruel que era Alfred Hitchcock, que tenía cada detalle, expresión, sonido y movimiento de cámara pensado de antemano para «Psicosis». Hitchcock cambió el lenguaje de la historia del cine: los cortes del montador Tomasini, la música de Bernard Herrmann, que es el pulso acelerado de Leight y empieza justo cuando se abre la cortina, sin pistas previas...Disponible en Movistar+.
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