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Hace cosa de tres años, cuando el invierno era una estación y no un deseo, María Rufilanchas estaba en la librería Tipos Infames, en el madrileño barrio de Malasaña. Al ir a pagar los libros escogidos, se quejó, en voz alta, de la cantidad que tenía en casa. «Madre mía, ¿qué voy a hacer con tantos? ¡Me comen!», se quejó, medio en broma, medio en serio, ante el librero. Y, entonces, de repente, una mujer, una clienta de las de toda la vida de la librería, que vienen a ser diez años, le dijo: «Pues haz limpieza y dónalos». «Pero, ¿dónde?», le preguntó Rufilanchas. «A una biblioteca o a una cárcel», contestó la señora. «Era Mercedes, una lectora voraz. Me...
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