De repente, la nieve. Y la luz de mi buhardilla, que el frío sol de enero hacía cegadora, me llega ahora a través de un filtro lácteo de nieve congelada: tosco esmeril, espeso y arrugado. Todo es ahora tan volátil como esa leve seda de sudario sobre las sinfonías de Sibelius. Y los poetas leídos de muy joven me retornan con gravedad de oráculo.Ha sido, primero, un ritmo: catorce sílabas, en dos series de siete encadenadas. Luego, a ese ritmo silábico han venido a habitarlo las palabras. Porque el verso es eso, justamente: memoria silenciosa de lo que hemos olvidado; para ese mínimo milagro lo inventan los aedas griegos. Y he de rendirme, una vez más, a la constancia de...
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